Que he sido (y soy) una gran lectora de novelas acerca de internados femeninos no debería sorprenderle a nadie. Aunque, en principio, este tipo de historias no tiene nada que ver con mi experiencia —se refieren a una época en la que yo era muy infeliz y me habría horrorizado pasar más tiempo del estrictamente necesario en el colegio—, tienen todas las papeletas para gustarme.
Un mundo de solo chicas donde imperan unas reglas propias; una edad en la que dejas de ser una niña, pero todavía no eres una mujer, y te sientes un engendro entre ambas cosas; un personaje colectivo que es el internado y que habla con muchas voces, como Ygrámul el Múltiple; una estructura de Bildungsroman en la que la protagonista debe aprender y hacerse «mayor»; y por supuesto, toda una red de afectos, admiraciones, animadversiones y odios entre las alumnas (y en ocasiones otros personajes) que suele traducirse como un subtexto sáfico perpetuo. ¿Cómo no iban a interesarme? 🙂
Acerca del género escolar
Historias que sucedan parcialmente en internados hay muchas, pero el género como tal se refiere a las sagas de novelas juveniles (orientadas a chicas de unos 9-18 años) escritas casi siempre por autoras y que conocieron su mayor auge en el período de finales del siglo XIX a la Segunda Guerra Mundial. Suelen contar con una protagonista inicial (o dos, el tropo de las gemelas es fuerte aquí) y posteriormente —a medida que las chicas cumplen años y abandonan la institución— pueden expandirse a la hermana pequeña o la hija de la protagonista.
El género en sí es muy anglosajón y, por razones históricas, casi exclusivamente británico, aunque existen novelas de otros países de europa. Por ejemplo, la saga de Puck es danesa y está escrita por dos hombres bajo el seudónimo de Lisbeth Werner. Otros nombres que tal vez os suenen son Angela Brazil (una de las primeras «plumas famosas» del género), Elinor Brent-Dyer (con su larguísima saga de la Chalet School), Elsie J. Oxenham (con The Abbey Girls) y, por supuesto, la famosísima Enid Blyton, con sus sagas más breves de Santa Clara y Torres de Malory, así como las novelas de La traviesa Elizabeth, que tienen lugar en un internado mixto (!) y con un sistema progresista-comunista de reparto de bienes (más !!!).
Aunque hay algunas novelas sobre internados mixtos, como hemos visto, lo habitual en estas historias —lo habitual en el sistema educativo británico de la época— es la segregación total por género: existen sagas o novelas de internados femeninos (en las que se centra este artículo) y novelas sobre internados masculinos. Estas últimas pocas veces consisten en sagas tan desarrolladas con cánones tan firmes, sino que son más bien novelas de formación cuyo protagonista pasa parte de su vida en un internado. La precursora Tom Brown’s School Days (1857) sentó las bases de buena parte del género, aunque los internados femeninos solían tener una violencia física menos explícita.
El género de los internados femeninos encontró lectoras fieles entre las chicas que podían permitirse ir a ese tipo de colegios, de un nivel socioeconómico medio-alto, pero también entre las que no podían permitírselo y soñaban con ello. Soñaban con ello porque el internado y las relaciones que se establecen en él se describen con exaltación, ¿y quién no ha soñado con pertenecer a la élite de la élite, tener la mejor amiga de las amigas, montar a caballo o partirle las narices como por casualidad a tu enemiga disfrutar de un buen partido de lacrosse? Al ser esta una época de la vida tan importante y tan realmente formativa, en el sentido de que comprende años clave en la formación de un carácter, no es de extrañar que se reviva de manera intensa.
Sin mala intención, pero con intencionalidad
El auge del género escolar está relacionado con un concepto que se abre paso en el siglo XIX: la literatura infantil o juvenil. Hasta entonces se considera que la literatura es literatura y poco más; los niños aprenden a leer con salmos o pasajes de la Biblia y disfrutan también de la rica tradición oral de los cuentos. Pero por primera vez se empieza a pensar en escribir para niños o para jóvenes, y eso conlleva inmediatamente la necesidad de que esa literatura sea «edificante». Es decir, se busca que las novelas juveniles sean formativas, ese término que a mí personalmente me provoca urticaria y que está tan relacionado con la Bildungsroman.
Con ese objetivo, estas historias suelen comenzar con una chica un poco traviesa o conflictiva (a veces es huérfana o nunca ha sido escolarizada, al estilo de Anne Shirley en Ana de las Tejas Verdes, de Lucy Maud Montgomery), pero con buen fondo, que acaba adaptándose a los valores del colegio como preparación para la vida. Se adapta hasta el punto de que se convierte en una especie de modelo a seguir del pensionado, instituto o lugar de internamiento forzoso para señoritas al que asista. Este suele ser el momento en el que la autora se aburre de su protagonista, que se ha convertido en doña Perfecta, y pasa a la siguiente chica conflictiva que le dé juego y cree un poco de revuelo en la institución.
La fiera de mi niña
Porque estas novelas surgen con intenciones formativas, pero se divierten demasiado en el proceso. Así surge una de sus características más definidas: la perpetua tensión de tener que domar a las fierecillas y la simpatía inevitable que brota, en la autora y las lectoras, por aquellas que crean caos y rompen las reglas. No solo tenemos a la protagonista con buen fondo; también van apareciendo las «malas», que son niñas cuyos defectos son mucho más terribles (envidia, agresividad, competitividad exacerbada, etc.) y que, por mucho que lo intenten, no terminan de adaptarse a una vida decente.
Las «malas» podrían agruparse en dos tipos. Las primeras son las «malas buenas», que en el fondo son como la protagonista, es decir, que son buena gente, pero no están acostumbradas a vivir en sociedad. Son egoístas, caprichosas o bromistas y, normalmente, con un carácter fuerte. Estas casi siempre acaban «redimidas», aunque suelen mantener un toque pintoresco o hilarante que aporta color a la institución. Las segundas son las «malas malas», es decir, las que realmente tienen mala fe. Estas malas solo tienen dos salidas: ser las eternas antagonistas de la protagonista y sus amigas hasta que se gradúan o, si sus acciones son demasiado graves, abandonar el internado (expulsadas o convenientemente «trasladadas»). Por citar algunos de los ejemplos más conocidos, Angela, de Santa Clara, es una mala irredimible, porque jamás se arrepiente de su mal comportamiento; por el contrario, Gwendoline, de Torres de Malory, a pesar de parecer casi irredimible durante varios libros, muestra en el último momento un toque de humanidad al sacrificar su propio curso por su padre enfermo. Los personajes de Claudine (*) (Santa Clara) o June (Torres de Malory) también representan la ambigüedad de este tipo de niña que se salta las normas y a veces comete malas acciones, pero que en el fondo es capaz de la mayor nobleza.
Como el internado reproduce a pequeña escala las normas de una sociedad «correcta», lo apropiado —lo formativo; lo esperado por parte de editores, padres y educadores de la época— es que las niñas muestren generosidad, autosacrificio, humildad, dedicación, constancia, etc. En suma, toda esa ristra de valores de inspiración judeocristiana esperables en una mujer (mucho más que el éxito académico en sí, que en estas historias es secundario). Si lo hacen, serán premiadas, mientras que las «asociales» serán castigadas. Pero, como ya hemos visto, de vez en cuando alguna bullanguera cae en gracia y esquiva los merecidos castigos, sea porque la autora se ha encariñado con ella o porque realmente hay una parte de la autora a la que le encanta poner en jaque a la institución educativa.
La cárcel en la que tú y yo vivimos
Sabemos que los internados no son siempre los lugares de perfección moral que se describen en las sagas del género. A menudo no son castillos con lagos naturales y compañeras estupendas. A veces son un lugar frío y húmedo, perdido de la mano de Dios, donde impera el bullying y el control social. Y los profesores, profesoras o monjas, también en consonancia con las normas educativas de la época, tienen la mano muy larga y a menudo les gusta demasiado «educar» mediante la anulación y la humillación. Esa es la realidad, pero es una realidad que solo aparece en sombras y que en las novelas de internados de chicas no aflorará de verdad hasta la superación del género a mediados del s. XX.
La tensión entre norma y ruptura se manifiesta en la crítica velada a la institución educativa o religiosa (y en ocasiones a la sociedad en sí) de muchas de estas historias. Incluso cuando cantan las loas de su internado ficticio e intentan imbuir el mismo orgullo en sus lectoras, las autoras son conscientes de que la realidad no es tan bonita como la pintan. Por eso, de vez en cuando, aparece un tímido asomo de crítica al sistema, que visto desde los ojos de las niñas-fieras, comienza a mostrar su otra cara: la de anticuada, la de represiva, la que intenta uniformizar (**) a todas las muchachas para convertirlas en copias de la mujer perfecta.
El género escolar se hizo tan popular que dio origen a muchas parodias e iteraciones, normalmente centradas en la sátira social. Esta aparece ya en los libros de Billy Bunter, creado por Frank Richards en 1908, que aquí conocemos sobre todo por las historietas de Guillermito y su voraz apetito. Billy es gordo, desagradable, siempre está hambriento y tiene muchas ganas de fastidiar a sus compañeros; suele fracasar y el director le rompe muchas varas y bastones en el trasero. En este caso, el protagonista es un «malo malo», pero además de reírnos de sus castigos, George Orwell identificaba una fascinación en nosotros por la maldad y el ingenio de Billy. Al igual que con Claudine o June, todos queremos secretamente que Billy triunfe, aunque solo sea un poco.
En la segunda mitad del siglo XX los cambios sociales dan lugar a una representación diferente del concepto del internado y a la definitiva satirización de las miserias de la educación tradicional, vista como un espacio carcelario en libros como Down with skool (Abajo el colejio) de Geoffrey Willians (1954). La parodia más famosa de un internado femenino probablemente sean las chicas del St. Trinian’s, de Ronald Searle, unas adorables colegialas que surgieron en 1946 como tiras cómicas de un periódico británico. Las alumnas (y profesoras) del St. Trinian’s dedican su vida a hacer gamberradas, beber, fumar, acostarse por ahí sin condón e incluso planear asesinatos. Del salvaje St. Trinian’s nos han llegado varias películas; las de los años 2000 son muy divertidas, pero bastante rebajadas en tono.
La deconstrucción del género
Aunque la estructura tradicional de estas novelas entra en declive en la segunda mitad del s. XX, el género escolar como tal no ha desaparecido y, de hecho, está muy presente en otros medios, como las series de anime, que no son mi especialidad pero beben de un sistema similar. Hay muchas historias que incluyen restos del género clásico de internados; en la propia saga de Harry Potter se puede rastrear esa influencia en un mundo de fantasía. Hoy, la pasión por todo lo nostálgico hace que ni siquiera parezcan fuera de lugar, aunque a menudo vengan en el envoltorio de una fantasía o una distopía.
Sin embargo, como ejemplo de deconstrucción y a la vez de dignificación del género, me gustaría hacer mención a una autora que se sitúa en las antípodas de mi pensamiento social y moral: Antonia Forest. Escribió lo que conocemos como saga de las Marlow, casi desconocida fuera del entorno angloparlante. Dicha saga comienza con Autumn Term (1948), en el que las gemelas Nicola y Lawrence Marlow (ojo, las dos tienen nombres masculinos) llegan por primera vez al internado Kingscote.
Nicola y Lawrence vienen de lo que podríamos denominar «un linaje ilustre»; su hermana Rowan, por ejemplo, es prefecta en el mismo colegio. Sin embargo, la autora, que se conoce bien el género de internados, lo deconstruye de manera fascinante. Nick y Lawrie esperan destacar; como Pat e Isabel O’Sullivan, de Santa Clara, diríamos que se lo tienen muy creído por venir de donde vienen. Pero, al contrario que en la narración habitual, no basta una pequeña lección de humildad para que estas dos se adecuen a las normas del colegio y comiencen a convertirse en el ejemplo que esperamos. Nick y Lawrie no son tan inteligentes como se creen (de ahí que las coloquen, de entrada, en el Remove, el nivel más bajo de su curso), no dejan nunca de albergar motivaciones poco honorables y con frecuencia las cosas no les salen bien. Esto no es fuente de humor, como en Billy Bunter, sino un recordatorio de que a veces la vida no es como nos creemos y que nuestros actos, por inocuos que parezcan, siempre tienen consecuencias.
Esta curiosa interpretación de un internado en tonos de gris deviene en la historia de la familia Marlow. Antonia Forest trata temas como la fe, el divorcio, el maltrato, la culpa y, por encima de todo, la moral. Partiendo de postulados conservadores, construye una especie de saga trágica al estilo shakespeariano en la cual utiliza el género de internados para crear algo distinto. Pocas veces he visto personajes tan complejos ni temas tratados con tanta seriedad como en las novelas «escolares» de Antonia Forest. Hoy sus libros son muy difíciles de conseguir, lo cual es una pena, porque realmente merecen una lectura.
La disciplina y el castigo
Al igual que la crítica social aparece de forma velada en las sagas clásicas, la disciplina y el castigo se muestran como elementos básicos de formación, bien sea como amenaza o de forma explícita. Conviene recordar que en el Reino Unido el castigo físico en las escuelas se abolió tardísimo y que estaba totalmente integrado en el sistema educativo. Hasta hace unas décadas, aún se instigaba a las chicas que eran ejemplos de conducta a que castigaran a sus compañeras. En las novelas de Enid Blyton y de las autoras antes mencionadas, la clase a veces se toma la justicia por su mano y decide dar una lección a las niñas conflictivas, aunque pocas veces es algo tan explícito como una paliza. Con todo, a una lectora contemporánea se le salta la peluca cuando se comenta de pasada que van a «sentar a X en las tuberías de la calefacción» o «dar a X una azotaina con el cepillo del pelo» (por la parte de atrás) y se presenta como lo más natural del mundo.
Aparentemente, estos ejemplos de agresión en grupo o de agresión controlada no son violencia, sino ejercicios de disciplina: las alumnas designadas tienen permiso para ejercer el castigo sobre las otras al margen de las circunstancias. También la clase, de forma colectiva aunque ambigua, está autorizada para reprender, en ocasiones con dureza o violencia física, a aquellos elementos individuales que perturben el orden y la paz. Dar una bofetada sin razón a otra niña es motivo de regañina, pero humillar colectivamente a una alumna cuyo comportamiento es asocial o sospechoso entra dentro de los límites del buen hacer de la institución.
Otra manifestación frecuente de la disciplina entre iguales, que sucedía tanto en internados masculinos como femeninos, era el fagging (***); es decir, que las niñas más pequeñas estaban obligadas a servir a las mayores. La duración y laboriosidad de las tareas encomendadas quedaba a criterio de las chicas mayores, de las que se esperaba que obraran con sensatez. En teoría, todo esto contribuía a potenciar la humildad y educar el carácter, pero por supuesto, como te tocara una sádica como prefecta o una clase adicta a las zurras colectivas, ya te podías agarrar. Por eso estas cosas han quedado como una mezcla entre fantasía erótica y trauma social colectivo con las que los aficionados al psicoanálisis tienen material para rato.
El deporte
El deporte es otro de los lugares donde se liberan malos sentimientos y se redirigen a la cooperación y el trabajo en equipo. Un poco de competitividad, según estos libros, es positiva, siempre que redunde en beneficio de la comunidad. Esto se traduce en frecuentes enfrentamientos con las malas-malas en el deporte elegido, que suele ser el hockey, el lacrosse, el cricket o el tenis. (****)
El deporte colectivo es uno de los entornos en los que se despliega este juego de afinidades y lealtades, de rivalidad y a menudo también de malas artes. No es de extrañar que sea uno de los aspectos más mimados y potenciados de las series audiovisuales. En estos ambientes, el deporte es muy dramático, porque lo tiene todo. Un partido de lacrosse puede ser la escenificación perfecta de todos los conflictos internos y externos de los personajes. Además, teniendo en cuenta que el internado es en el fondo el protagonista colectivo de estas historias, las autoras suelen gozar de lo lindo cuando pueden mostrar de forma performativa la red de relaciones que han creado.
El teatro
¿Y qué hay más performativo que el propio teatro? Otro de los elementos a menudo presentes en estas novelas es el teatro o, en ocasiones, la escritura, en forma de relato periodístico o de ficción colectiva. El teatro actúa como una suerte de ficción dentro de la ficción y, a menudo, de nuevo, representación más o menos sutil de los conflictos que mueven a los personajes. También proporciona un nivel narrativo más en el que los personajes «se hablan» a través de textos clásicos.
A este respecto conviene decir que las chicas, como corresponde en un internado exclusivamente femenino, representan papeles masculinos sin problema y encarnan pasiones y tribulaciones de héroes clásicos sin que esto entre en conflicto con su rol «femenino» en la sociedad. Una de las obras representadas en la saga de las Marlow es El príncipe y el mendigo, de Mark Twain, donde tanto el príncipe como el mendigo son interpretados por las gemelas.
El teatro, más incluso que el deporte, se ve como una liberación en una institución férreamente organizada, un lugar donde soñar con grandes metas y elevarlo todo a una categoría moral superior. Mientras las chicas aguardan un destino que las obliga a estar siempre a disposición de los otros, como madres (perpetuadoras de la especie) o benefactoras (maestras, enfermeras, etc.), juegan a ser reyes, marqueses y héroes en las obras de teatro, dueños de sus propios destinos.
Y, por supuesto, el safismo
He dejado para último lugar la cuestión del subtexto lésbico de muchas de estas historias porque es uno de los aspectos sobre el que podría hablar horas y horas, pero no os preocupéis, que no me he olvidado. Sí, claro que en muchas de estas obras subyace la cuestión del amor entre mujeres (¿lo dudabais?), aunque de forma implícita y adecuada a la edad de lectura que se presupone.
Es evidente que un mundo exclusivamente femenino lleva, en muchos casos, a un homoerotismo en el sentido amplio de la palabra, por la simple razón de que las figuras que componen el universo sentimental, moral y estético de estos personajes son todas femeninas. También ayuda la edad de los personajes, que va de la pubertad a la adolescencia tardía, en una época en la que las relaciones homosociales son muy intensas y aún no se ve con buenos ojos que una chica tenga una relación con un chico. Así, un entorno sáfico (desexualizado) se ve como un espacio seguro y positivo en comparación con la preocupación de que la adolescente se enamore de un hombre cualquiera o se quede embarazada.
De hecho, las relaciones de amistad heterosexuales en estos libros son totalmente «limpias»: presentan muy pocas diferencias respecto a las relaciones entre chicas y, cuando se da el paso hacia una relación romántica, sus personajes suelen desaparecer del mapa. Que la protagonista o una amiga se prometan se ve como la evolución definitiva de niña a mujer y, por tanto, aquellas que lo den quedan automáticamente excluidas del entorno sáfico y seguro del internado, que «protege» a sus alumnas mientras estén en período de crecimiento. Es llamativo que las protagonistas no hagan prácticamente alusión a relaciones románticas heterosexuales ni muestren la más mínima curiosidad por ellas, ni siquiera con dieciséis o diecisiete años. Parecen vivir en una especie de pubertad eterna donde el noviazgo o el matrimonio no existen, son parte del «mundo exterior» y lo único que cuenta, lo único que hace latir el corazón, son las amigas, las rivales o las profesoras.
Las amistades que se representan en estos libros son a menudo de corte victoriano. La relación con la mejor amiga (la amiga especial o amiga del alma) es totalmente exclusiva: tu amiga del alma es tu «pareja» y la relación debe ser un lugar especial donde compartir, relajarse y sincerarse. Pero ni siquiera estas amistades están exentas de roces. Sally Hope, en Torres de Malory, es la mejor amiga de la protagonista Darrell Rivers, y le aporta un contrapunto de sensatez y sosiego similar al de Diana con Ana de las Tejas Verdes; pero el principal defecto de Sally es, literalmente, que es demasiado celosa. Y aunque esto no llega a poner en peligro su relación, sí hace que Darrell se sienta asfixiada en ocasiones, porque los celos de Sally actúan ante cualquier amenaza externa. También vemos romper a «parejas» de varios años por la presencia de una alumna nueva o el surgimiento de diferencias irreconciliables entre las dos chicas.
No obstante, en estas sagas hay algunas «parejas» de chicas que perduran incluso después de la época escolar, y resulta curioso que las más estables parecen tener por delante un futuro juntas: Darrell y Sally van juntas a la universidad y comparten habitación; Bill y Clarissa, las enamoradas de los caballos, quieren abrir una escuela de equitación… en un gesto que recuerda mucho a las parejas de mujeres de la época. A menudo simplemente se quiere denotar que esa amistad, que tanto ha representado, continúa viva durante la adultez; pero con frecuencia esas amistades parecen tan férreas y positivas, y los posibles matrimonios están tan lejanos o importan tan poco, que la lectora se queda con la impresión de que las dos amigas viven juntas y felices para siempre.
Las autoras se esfuerzan mucho en recalcar que los sentimientos por la mejor amiga deben ser correspondidos, que si no, ese «enamoramiento» solo a lleva a relaciones desiguales e insatisfactorias. Aquí nos topamos con una vertiente distinta de la atracción entre mujeres, que es la fascinación o, en inglés, el crush. El crush se representa de muchas maneras en estos libros y es probablemente el acercamiento más explícito al deseo romántico y sexual. Cuando los personajes tienen un crush, solo desean estar con su persona amada de forma casi enfermiza, cumplir sus deseos y ser suficiente para ellas. Hay una atracción estética explícita: se admira su belleza o detalles como su cabello, sus labios, su forma de hablar. Con frecuencia estos sentimientos se traducen al castellano, en los propios libros, como enamorarse y enamoramiento.
Hay algunos crushes que se convierten en amistades de verdad y, por lo tanto, se formalizan, se hacen estables. Sin embargo, en muchos otros casos, el enamoramiento es fuente de tensiones, sufrimiento y, sobre todo, manipulación. El objeto de deseo es con frecuencia una alumna mayor; en algunos casos, una profesora; y en otros, alguien de la misma edad a la que se ve como más atractiva o digna de veneración. Volviendo de nuevo a Enid Blyton, en los libros de Santa Clara, Angela utiliza su belleza no solo para doblegar la voluntad de Alison, aquella compañera que ha elegido como mejor amiga y cuya relación contiene algo de crush; también despliega sus encantos con las alumnas más jóvenes para encandilarlas y conseguir que hagan lo que ella desea, además de obtener un placer sádico al «romper el corazón» de alguna de ellas. Las chicas lloran por Angela, sufren sus desprecios y se pelean por sus sonrisas. Hasta la prefecta tiene que llamarle la atención por esa estrategia de «seducción»; no por su asociación con el lesbianismo, sino simplemente porque actuar de esa forma es cruel y moralmente reprochable.
Físicamente, el roce o el deseo del roce está presente sobre todo en los libros más antiguos. En A Fourth Form Friendship (1911), de Angela Brazil, Aldred y Mabel, cuya relación es el centro de la historia, terminan el libro sellando su amistad con un apasionado (pero casto) beso en los labios. En los libros más recientes, esos besos o roces (abrazos, achuchones, caricias, caminar de la mano, etc.) se convierten en simples presencias o momentos en los que, a solas, las dos chicas se confiesan sus sentimientos, a menudo pidiéndose perdón por haberse comportado de forma insensata y no haber tenido en cuenta a la otra. Esos momentos a solas actúan como complemento o sustituto del acercamiento físico, que en el siglo XX comienza a asociarse más claramente con el deseo erótico y, por lo tanto, va perdiendo poco a poco su intensidad en este tipo de novelas.
Como colofón, es llamativo que muchas autoras del género sabían perfectamente lo que era enamorarse de otra mujer y bastantes mantuvieron relaciones románticas con mujeres. Mucho de lo que se describe en estas relaciones entre chicas jóvenes suena a una mezcla entre el goce de rememorar estos placeres (placer de la amistad sincera, placer de los primeros enamoramientos) y la advertencia contra las relaciones desiguales, aquellas en las que una da o siente más que la otra parte. Aun siendo esa edad especialmente proclive a ese tipo de enamoramientos, homosexuales o heterosexuales, podemos decir que estas novelas no son solo formativas en cuanto al carácter, sino que también contienen una educación sentimental secundaria.
El deseo sáfico en este tipo de instituciones no ha resultado nunca especialmente problemático para la sociedad, teniendo en cuenta que es una época acotada en el tiempo y, como ya hemos visto, en la que es más seguro que las chicas estén bajo vigilancia, sobre todo a partir de su primera menstruación. El imaginario heteronormativo lo sitúa como preparación para la vida sentimental «plena», heterosexual, y por lo tanto no peligroso. Por eso resulta tan divertido subvertirlo con historias en las que el deseo sáfico es o bien explícitamente sexual o, sobre todo, perdura en el tiempo de una manera contraria a las expectativas sociales, como en el caso de Bill y Clarissa y su escuela de equitación conjunta.
Desde fuera, el internado femenino ha sido fuente de fantasías de todo tipo, en parte por ese rol protector de la institución con sus alumnas y en parte por ese safismo que se le presupone. Al ser un espacio exclusivamente para mujeres, o para niñas que pronto se convertirán en mujeres, los hombres heterosexuales lo han hipersexualizado, añadiendo precisamente los rasgos que están ausentes del género escolar clásico. Pero es importante recalcar que esta asociación del colegio con la sexualidad femenina y el safismo no solo ha sido patrimonio de hombres heterosexuales. Las mujeres lesbianas y bisexuales también han encontrado en estos lugares los escenarios adecuados para narrar momentos muy importantes en el despertar de su vida amorosa y su sexualidad. Hay ejemplos de todo tipo, pero podríamos empezar por la descripción desenfadada del erotismo sáfico y sus juegos en la clásica obra de Colette, Claudine en la escuela (1900). Podríamos seguir con el explosivo contenido de Thérese e Isabelle (1955), de Violette Leduc. Y podríamos acabar con obras que se han escrito y no han podido ver la luz todavía, como El pensionado de Santa Casilda, de Elena Fortún, que ya se había aproximado al género escolar con Celia en el colegio (1932). Por aquí seguimos esperando con ilusión más novelas que hablen sinceramente del amor entre mujeres en un entorno que, por suerte, cada vez está más enraizado en el pasado, pero que sus razones tendrá cuando no desaparece del todo.
(*) Siempre pensaré que la Claudine de Enid Blyton está inspirada en la Claudine de Colette. No tengo pruebas, pero tampoco dudas.
(**) El énfasis en el uniforme de la escuela no es accidental. El uniforme es uno de los instrumentos que la institución emplea para distinguir a sus protegidas y, a la vez, para estandarizarlas a todas. No hay prácticamente ninguna novela de internados donde no se haga referencia al uniforme, lo cual también conecta a la perfección con las fantasías de disciplina.
(***) Sí, fag quiere decir marica. Sí, viene del significado de esta palabra. Ver la última sección para una aproximación al deseo entre mujeres en las obras sobre internados femeninos.
(****) Cuando vi por primera vez lo que era el lacrosse en un partido de verdad, me pareció todo menos un deporte para señoritas. ¡Menudos guantazos se pegan con el palo! Se parece mucho más al roller derby que a un «deporte» sosegado como el croquet.