Hoy os traigo GRATIS el primero de los Entreactos, la nueva remesa de relatos de Un pavo rosa. Estos relatos ahondan un poco más en personajes o situaciones que solo se apuntan en los libros. En este caso, por ejemplo… ¿cómo surgió la amistad entre Álex y Jorge? ¿Y es realmente Nick la primera chica en el corazón de Álex?
Los he llamado «Entreactos», porque están pensados para leerse entre el acto I y el acto II. 🙂 Obviamente, SPOILERS del acto I en todos.
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PARA SIEMPRE
1
Jorge no creía en el amor de las películas de Hollywood, pero La boda de mi mejor amigo era una de sus películas favoritas.
No es que le gustaran especialmente las comedias románticas. Esa época ya había pasado. Cuando Álex y él tenían catorce años y la costumbre de ir al cine los viernes había derivado en los recientes Ciclos Oficiales de Cine del Club de los Marginados, Álex insistió en ver una película de amor con Julia Roberts de protagonista.
—¿Ya no quieres ver la cuarta parte de Alien? —se atrevió a quejarse Jorge, no muy convencido con el cartel de colores pastel.
—Claro que sí —aseguró Álex—, pero creo que deberíamos ampliar nuestros horizontes. Siempre vemos películas de acción o de guerra.
—Porque son las que molan —argumentó Migue, que también tenía voz y voto en el comité, algo sorprendido ante la intrusión femenina.
—Queremos algo más realista —se quejó también Cheli, y Jorge se preguntó si la petición de Álex no vendría indirectamente de ella—. No vale que vosotros seáis los que siempre decidís.
—Pero a mí este rollo me aburre. —Migue hizo una mueca.
—Claro, y yo no bostecé en absoluto cuando quedamos para ver La Roca. —Cheli se cruzó de brazos.
Ese fue el primer amago de cisma que detectó Jorge entre los cuatro, aún muy al principio, y por eso se puso rápidamente de parte de Álex y Cheli. Después de todo, no les haría daño ver más películas realistas.
Sin embargo, cuando se sentaron en las butacas de la sala del cine, Jorge sintió el codo de Álex contra el suyo, la miró de reojo y supo que la elección de película no era solo de Cheli. Álex también quería verla, sin duda. Estaba completamente embebida en lo que pasaba, con las palomitas casi cayéndole de los labios, ajena a los ojos que la contemplaban.
La boda de mi mejor amigo era una comedia romántica moderna en la que la chica no se queda con el chico. Julia Roberts y Cameron Diaz estaban muy buenas, y el argumento era divertido, pero no dejaba de ser una película de Hollywood en la que todo el mundo comprende su lugar en el mundo y, al final, hasta el amigo gay coge un avión para que Julia Roberts no se quede sin pareja de baile, porque eso sería lamentable.
Jorge tenía ganas de soltar algún comentario irónico, pero el contacto del brazo de Álex contra el suyo lo dejaba sin fuerzas. Los dedos de Álex le rozaron y, por un instante, Jorge creyó que iban a cogerse de la mano; extendió las puntas de los dedos como tímida invitación y Álex le apretó la mano, o quizás solo tres dedos, no mucho antes de que comenzaran los créditos del final; su palma fría se posó sobre la piel sudorosa de Jorge y ambos juguetearon un poco antes de soltarse.
Desde entonces, La boda de mi mejor amigo fue una de las películas favoritas de Jorge y no se quejó lo más mínimo cuando le arrastraron a ver películas similares con Sandra Bullock, Drew Barrymore o Jennifer Aniston de protagonistas. Tenía la esperanza de que en algún momento sucedería de nuevo lo que había sucedido y que, quizás, en la oscuridad del cine, Álex y él, cogidos de la mano, se fundirían en un beso interminable.
No volvió a suceder, entre otras cosas porque a menudo se sentaba al lado de Migue, que comía palomitas sin cesar, o de Cheli, que se reía de forma explosiva y hacía comentarios para toda la fila. Tampoco volvieron a mencionar el asunto, ni para bien ni para mal. Jorge solo tenía ojos para Álex cuando los tres ya habían salido y se preparaban perezosamente para despedirse y volver a sus casas. Tenía la sensación de que Álex se encerraba en su mente para reflexionar sobre lo que había visto y no dejaba entrar a nadie.
Le gustaba tener nuevos amigos. Le gustaba Migue, su sinceridad y sus locuras. Le gustaba Cheli, siempre llena de energía a pesar de su vena iracunda. Pero, sobre todo, le gustaba Álex, aunque llevara siempre esas greñas y esos pantalones medio rotos, aunque hubiera crecido tanto que estuviese a punto de rebasarlo en altura. La Álex a la que había conocido primero y de la que se había enamorado como un tonto.
Habría visto cualquier comedia romántica una vez más, dos, las que hicieran falta, por volver a observarla con los ojos emocionados como aquella vez en el cine, por volver a sentir la mano de Álex encima de la suya.
Y tenía la esperanza de que, algún día, Álex saldría de sus reflexiones para buscarle. Porque no podía ser que fuera el único que pensara en esos temas. No podía ser el único que se sintiera mareado cada vez que estaba demasiado cerca de ella. Seguro que Álex pensaba en el amor para siempre como él. Solo tenía que esperar.
2
Ocurrió de repente.
—Me pregunto cómo tiene que ser eso de enamorarse —dijo entonces Álex.
Había sucedido sin preparativos ni presiones de ningún tipo, solos en casa de Jorge, mientras echaban una partida de Aventureros al tren, uno de los juegos de mesa favoritos de Álex. Hacía ya casi dos años de la fase compulsiva de comedias románticas y los Ciclos Oficiales de Cine se combinaban ahora con visionados de películas en las casas de cada uno. Algunas veces Cheli les instaba a salir de bares, y de vez en cuando lo conseguía. Tenían dieciséis años.
Jorge guardó silencio. Muy a propósito. Pero esta vez Álex, contra todo pronóstico, no estaba solo expresando un pensamiento en voz alta. Quería saber su opinión, y Jorge se sintió acorralado.
—No sé —murmuró—. Bonito, supongo.
No pensaba eso. A veces era bonito, sí, pero la mayoría de las veces era un peso que arrastraba consigo y del que no sabía librarse de ningún modo. Llevaba tanto tiempo sintiéndolo que no sabía cómo empezar a explicarlo. “Hola, Álex. Somos amigos desde hace años, pero ¿sabes? Llevo enamorado de ti todo este tiempo”. No sonaba normal. Ni siquiera sonaba creíble. Estaba seguro de que Álex le instaría a dejarse de bromas.
Álex le daba vueltas a su lata de refresco, cavilando. Decepcionada con su respuesta. A veces se decepcionaba con él y Jorge lo notaba. Normal; si él mismo recibiera la clase de respuestas que daba, también se sentiría decepcionado.
—¿Crees que siempre se sabe? Cuando estás enamorado, eres consciente de ello, ¿verdad?
Jorge repasó las nociones que tenía sobre el amor. Las películas solían mostrar una atracción a primera vista, pero sus padres le habían contado que las cosas no siempre sucedían de esa manera, así que tenía que haber grados. Por su parte, lo tenía muy claro: aunque se fijara en otras chicas (y esto sucedía con frecuencia), Álex siempre estaba ahí de una forma distinta a las demás. Era como más intenso, más duradero. A veces más molesto.
—Supongo que depende de la persona.
—¿Y tú? —Álex lo dejó desnudo con una sola pregunta.
—¿Yo? —Jorge se rio—. Supongo que sí lo sé. O sea, lo sabría. Supongo.
—¿Supones tanto porque en realidad tienes dudas sobre todo?
—No, no las tengo. —Aprovechó para devolverle la pelota—. ¿Y tú?
—Sí. Bastantes, en realidad, pero todas en el terreno de lo abstracto.
Un rayo de esperanza se abrió paso entre los pensamientos de Jorge. Seguía esperando, sin prisa en algunas ocasiones, algo más apurado cuando veía que, a su alrededor, sus compañeros de clase comenzaban a echarse novia, a enrollarse medio borrachos con conocidas y amigas en las salidas en grupo. Se ponía nervioso y se sentía solo, invisible para el resto del mundo, como detrás de una pared. Sin embargo, después de esas noches oscuras en las que las sábanas estaban frías y sus lágrimas demasiado calientes, volvía a armarse de paciencia y resistía.
Y lo hacía porque, en ocasiones, Álex hacía cosas que le hacían pensar que —si no la malinterpretaba, algo muy posible— tal vez, quizá, sentía lo mismo que él. Porque creía leer en su rostro que esas noches de desfase no la acercaban a ella a la transgresión alegre y desenfadada que cometían paso a paso Cheli y Migue, sino que la ponían triste, muy triste, y Jorge tenía la sensación de que Álex y él se acercaban a un abismo muy oscuro, y tenía ganas de rodearla con sus brazos y decirle que no se preocupara, que estaba ahí, que él la veía y que no iba a dejarla caer.
Sin embargo, Álex solo expresaba sus sentimientos en negativo, nunca en positivo. Tomaba a Jorge y le susurraba, en pétit comité y con cierta nota de horror, que tal chico no le parecía para nada atractivo; que salir con alguien de su clase tenía que ser agobiante; que, en realidad, ni siquiera pensaba que pudiera siquiera liarse o enrollarse con nadie (Álex lo llamaba tener sexo, pero esto incluía lo primero) así, de sopetón; que le costaba mucho desarrollar un vínculo profundo por nadie, por mucho que lo deseara. Ese deseo que latía debajo de todo el horror llamaba la atención de Jorge.
Él llevaba años siendo muy cuidadoso para no expresar nada; nunca dejaba que su mirada se posara en ella más tiempo del debido, nunca le decía nada con dobles sentidos, jamás habría querido incluir a Álex en las conversaciones banales sobre chicas que a veces tenía con Migue. Sin embargo, últimamente le era cada vez más difícil ocultar sus sentimientos, y vivía aterrorizado ante la posibilidad de que alguien (probablemente Cheli o Migue, mucho antes que la propia Álex) captara en un instante fugaz aquello que no podía evitar cuando miraba a Álex y le preguntara al respecto. No quería mentir. Pero tampoco quería descubrirse de esa manera sin ir un mínimo sobre seguro.
Quizá aquella era su oportunidad. Estaban solos y Álex había iniciado una conversación en la que parecía que quería saber lo que sentía. Quizás lo hacía por una razón.
Jorge se sentó a horcajadas sobre la silla de su escritorio y se forzó a mirarla a la cara. Álex siempre se turbaba un poco cuando hacía eso. No sabía lo mucho que a él le costaba sostenerle la vista.
—Explícate.
Álex suspiró.
—¿En frío? —Bebió un sorbo de la Coca-Cola—. Es solo eso. Hay relaciones que me confunden. En ocasiones siento cosas, pero no estoy segura de si es cariño, sin más. No estoy muy acostumbrada a sentirlo. Y tampoco tengo claro cómo entra el sexo en la ecuación. Es como si estuviera muy desconectado del resto.
A veces parecía que Álex le hacía la vida difícil a propósito. Ya le era difícil pasar desapercibido, pero que la chica que te gusta hablase de sexo sin mostrar la más mínima vergüenza no venía a facilitar las cosas. Pero Álex era así, y Jorge sabía que ese tema no era tabú para ella ni entre ellos. Por alguna razón, no mostraba el pudor habitual de las chicas con los chicos; confundía a Migue, hacía callar a la mismísima Cheli y, cuando estaba a solas con Jorge, no tenía problema en hacer referencias que lo dejaban a él tan ruborizado como encantado. Es un poco difícil hablar de posturas sexuales con la chica que te gusta sin mostrar el más mínimo entusiasmo. De hecho, estaba seguro de que podría haberle preguntado muchos detalles sobre su vida sexual y Álex se los daría, y la única razón de que no lo hiciera era que eso habría supuesto delatarse en exceso.
—Tampoco hay que empezar con sexo de entrada, ¿no? —preguntó Jorge, con la placentera sensación de estar pisando terreno íntimo—. Hay que hacer algo más suave antes. Besarse y esas cosas.
Álex lo miró con sus ojos grandes y azules y Jorge se dijo que, en realidad, si fuera por él, podían pasar directamente al sexo.
—No me gusta la idea de que esté tan reglado. —Álex se encogió de hombros—. Y, además, todo lleva al mismo sitio. ¿Por qué tenemos que pasar tanto tiempo magreándonos y metiéndonos la lengua en la boca si en realidad lo que queremos es acostarnos? Y si no vamos a acostarnos, ¿cuál es la finalidad de meternos la lengua en la boca durante horas, borrachos e incómodos en algún bar? No lo veo práctico como entretenimiento.
Jorge se rio.
—Álex, hablas igual que un tío.
—Pero… pero es lo que pienso.
—Las chicas normalmente quieren hacer algo antes de pasar al sexo.
—¿Por qué? —preguntó Álex con los ojos muy abiertos de pura inocencia.
—No lo sé. Supongo que para que no las des por sentadas. O simplemente para conocerse.
—Se me ocurren actividades más divertidas para conocerse. Echar una partida a algo, por ejemplo, o ir al cine.
“No solo piensas igual que un chico, sino que piensas igual que yo”, quiso decir Jorge. Pero no lo dijo.
Miró hacia el sol que se ponía a través de la ventana con la contradictoria esperanza de que Álex abandonara y no abandonara el tema. Álex contempló el ocaso entre los edificios de Alcalá y, por un instante, pareció olvidarse de lo que había dicho. Jorge tragó saliva. No quería dejarlo así. Esta vez no.
—Supongo que… cuando estás enamorado de alguien y tenéis algo, algún tipo de relación, pero no sois novios, es difícil dar el primer paso.
Ya está. Ya lo había dicho. Era muchísimo para él y enseguida se asustó del efecto que podían tener sus palabras. Camufló su nerviosismo con un largo trago de Coca-Cola, pero Álex no parecía afectada.
—Creo que no cambiaría ninguna de mis escasas amistades actuales por la mera posibilidad de estar enamorada.
—¿Y la de meter la lengua en su boca? —preguntó Jorge con fingida indiferencia.
—No, de esa tampoco.—Álex frunció el ceño y Jorge notó que tragaba saliva—. Aunque…
—¿Qué?
—No, nada.
—Has dicho algo. —Jorge dio un pequeño brinco sobre la silla.
—No, no es nada, yo… —Álex se ruborizó—. Hay algo últimamente en lo que he estado pensando, pero… no sé si decírtelo.
Jorge sintió que el pecho le palpitaba con fuerza. La entrepierna comenzaba a dolerle, con una media erección apretada contra el respaldo de la silla de escritorio. Cruzó los brazos.
—Somos amigos —dijo.
—Sí. —Álex recogía las cartas abandonadas de Aventureros al tren y no le miraba a la cara—. Sí, lo somos. Pero esto sucedió hace mucho tiempo. Y ahora mismo todo es muy complicado.
Para Jorge nunca había sido complicado. Le habían gustado otras niñas en el jardín de infancia y en el colegio. Qué diablos, le ponían otras chicas ahora. Pero lo de Álex era distinto; Álex jugaba en otra división. Y con ella lo había sabido desde el comienzo de los tiempos.
3
A los trece años, en segundo de ESO, se preguntó quién era esa niña nueva alta y desgarbada que se sentaba a su derecha en la segunda fila. No hablaba con nadie, siempre lo sabía todo en clase y no parecía tener el más mínimo interés en hacer amigos. Mucho antes de que existiera el Club de los Marginados, antes incluso de que él comenzara a irse en los recreos con Migue para jugar a Magic, mucho antes de que hablaran con Cheli y la incluyeran en sus salidas, estuvo Álex. Álex, que no caía especialmente bien al niño con el que se iba entonces.
—Qué mal me cae la empollona —dijo Lucas, su mejor amigo de por entonces, un chico bajito con la cabeza redonda como un balón, mientras Álex pasaba por delante.
—Pero si no habla con nadie.
—Pues eso. Además, me han dicho que viene de un colegio de monjas.
—A mí me han dicho que viene de Inglaterra.
—Seguro que se cree mejor solo por eso.
Lucas empezó a tomarse un rato por las mañanas para vaciar la papelera justo en el pupitre de Álex, que con frecuencia llegaba ajustada de tiempo. Álex no decía nada; limpiaba la silla y se sentaba. Quizás pensaba que la basura se autogeneraba. A Jorge no le parecía del todo bien, pero no decía nada. Discrepar con amigos nunca había sido su fuerte. Ya había tenido su dosis de collejas en el colegio solo por ser gordito y gafudo; en el instituto prefería mantener la boca cerrada y no llamar la atención.
Un día, sin embargo, fue localizado por el mismísimo señor Moretón, que por entonces enseñaba Lengua y daba las clases con bastante desgana.
—¡Soccoli! ¿Cuáles son el sujeto y el predicado de esta oración?
Jorge levantó la cabeza. Estaba echando un vistazo a su álbum de cromos y no tenía la más mínima idea de por dónde iban en clase.
—Sujeto y predicado… Eh…
—¿Puedes nombrarlos desde ahí, o prefieres salir a la pizarra? —El señor Moretón levantó una ceja de “a mí tú no me engañas”.
Jorge empezó a sudar. En ese momento notó que Álex empujaba con el cuaderno en su dirección y estuvo a punto de reaccionar mal. Pero sus ojos se movieron sobre los apuntes. Álex ya había averiguado el sujeto y el predicado de la oración; de hecho, había tenido tiempo para hacer un análisis sintáctico completo. Jorge se sorprendió al ver tantas líneas sobre la hoja, pero recitó las partes y no debió de haber ningún error, porque el señor Moretón torció el gesto y le dejó en paz.
—Gracias —le dijo al final de clase a la niña de las gafas.
—No hay de qué. —La niña metía sus cosas en la cajonera para sacar las de la clase siguiente.
—Te llamas Alejandra, ¿no?
—Sí. Y tú eres Jorge Soccoli.
—Sí. ¿Cómo lo sabes? El profe nunca me llama por mi nombre.
—Estudiando la lista de clase. —Álex se encogió de hombros—. ¿Me puedes hacer un favor, Jorge Soccoli?
—¿Cuál?
—Dile a tu amigo Lucas Álvarez Rodríguez que deje de ensuciar mi silla todas las mañanas. Soy miope, no imbécil.
Con eso, antes de que Jorge discutiera con Lucas y dejara de considerarlo una persona de confianza; antes de que Alejandra se convirtiera simplemente en Álex, que era más fácil de pronunciar; antes de que la madre de Álex conociera a sus padres y llegase a trabar amistad con su madre; mucho antes de que Álex y él se rieran por primera vez mientras se pasaban juntos el nivel de algún videojuego, Álex lo ganó por completo. Jorge se sonrojó hasta el último centímetro de su cuerpo y pensó que nunca en la vida una chica le había hecho sentirse tan avergonzado y tan fascinado. Desde aquel instante tuvo claro que Álex era especial y que quería a estar a su lado, fuera de la forma que fuera.
4
Ahora Álex le había dicho que había dudado sobre una ocasión sucedida hacía “mucho tiempo”. Pero mucho tiempo era una medida relativa. Podía haber sido unos meses atrás, cuando salieron con Jorge y Migue por el Fraguel y el Giardino y acabaron teniendo que rescatar a Cheli de tres babosos y riéndose del estado etílico de algunos de sus compañeros, en parte fascinados, en parte asustados de que a ellos mismos pudieran acabar de esa manera la noche menos pensada.
Y también podía haber sido aquella extraña tarde de La boda de mi mejor amigo en la que se cogieron de la mano durante un minuto. Cuando más lo pensaba, más seguro estaba de que Álex se refería a eso. A pesar de la confianza con la que hablaban, Álex y él se tocaban muy poco. A ninguno le salía de forma natural, y Jorge vivía cada contacto con la piel de Álex como una verdadera epifanía. Y de algún modo sabía que a ella tampoco le era indiferente.
Se aferraba a ese pensamiento y su erección creció hasta hacerse completa y definitivamente dolorosa.
—¿Cuánto tiempo? —susurró—. ¿Semanas…, meses?
De pronto, Álex se levantó.
—¿Por qué no vamos al Banco de las Confesiones?
—¿Eh? —Jorge farfulló y se apretó contra el respaldo de la silla, muy consciente de que no era el mejor momento para incorporarse—. Pe-pero… ¿ahora?
—¿Por qué no?
—Pues… porque aquí estamos bien. Y tenemos que terminar las Coca-Colas.
Álex soltó un suspiro de hastío y bebió los últimos sorbos de su lata. Jorge trató desesperadamente de que sus ánimos bajaran hasta un punto más decente. Pensó en Cristina Almeida y en largos discursos de Aznar mientras Álex bajaba a tirar las Coca-Colas, y solo entonces Jorge pudo levantarse y recoger el tablero de juego para doblarlo y guardarlo en su caja. Ya se había resignado a que, en ocasiones, los juegos con Álex empezaban, pero no acababan; no podía culparla, porque escuchándola a él mismo se le iba el santo al cielo, pero resultaba un poco molesto. Nunca le había ocurrido algo parecido con Migue.
—Bueno, ¿entonces vamos a ir al final? —preguntó Álex desde el dintel de su dormitorio.
—Si te empeñas.
—Me empeño.
—Me podrías hacer al menos un avance.
—Hace mucho tiempo que esto ocurrió —repitió Álex con un bufido—. Fue antes de conocerte.
Boooom. Ahí volaban sus expectativas.
Rodeó a Álex, bajó las escaleras al trote y se encerró en el baño. Subió la tapa del váter con un golpe e intentó orinar. No lo consiguió. Estaba nervioso y enfadado. Álex no tenía la culpa, aunque no podía evitar pensar que hacía esas cosas para molestarle, para evitar hablar de lo que realmente le obsesionaba.
Un repiqueteo en la puerta le sacó de sus pensamientos.
—¿Te importa? —gruñó.
—¿Estás bien? —le llegó la voz de Álex a través de la pared.
—Muy bien, pero ahora estoy ocupado.
—Pero me has dejado sola de pronto y con la palabra en la boca. ¿Qué bicho te ha picado?
Jorge suspiró.
—¿Me puedes dejar un momento?
Álex no contestó, pero tampoco se movió ni un centímetro de su posición delante de la puerta del baño. Jorge maldijo para sí y se puso a contar los azulejos del techo. Estar con los pantalones desabrochados y saber que la chica que te gusta está a dos metros de ti, separada por una puerta tan fina que escuchará cada gota que repiquetee contra la loza del váter, era algo para cortarle la meada a cualquiera. Se concentró y logró expulsar un fino hilillo que rápidamente se convirtió en un chorro difícil de controlar. La erección aún no había terminado de bajarle del todo.
Cuando terminó, limpió los alrededores con papel higiénico y tiró de la cadena un par de veces. Aprovechó para calmarse un poco. Hasta ahora siempre había tenido una relación extraña con el pasado de Álex. Lo consideraba irrelevante; lo importante era lo que sucedía ahora entre ella y él.
Sin embargo, tenía claro que Álex había sido una chica precoz, incluso a pesar de sus reservas con el sexo. No era que hubiese echado más curvas que otras chicas de su clase (de hecho, por desgracia, había echado menos curvas que otras con cuyos cuerpos Jorge a veces fantaseaba), pero para ella nunca había existido la misma división entre niño y adolescente que para Jorge. Él había sido poco más que una planta hasta los once años, cuando le bajaron los testículos y de pronto su mente se llenó de imágenes de Madonna desnuda. Pero tenía la sensación de que, de algún modo, cuando él todavía estaba enfrascado en sus muñecos de Playmobil y en coleccionar MicroMachines, las chicas de su edad —entre las que se incluía Álex— estaban pensando en novios e incluso en algo parecido a follar. En eso Álex no había sido nunca la excepción.
Aquello le intimidaba un poco.
Pero, para ser sinceros, también le excitaba un poco.
Y, mientras se lavaba las manos, decidió abrir el pestillo de la puerta. Álex, apoyada en la pared de fuera, asomó por el hueco su rostro alargado. Tenía un amago de una sonrisa en la cara, como si la situación le divirtiera. O eso, o estaba viendo visiones.
—¿Por qué no puedes hablar mientras haces pis?
—Porque no es normal, Álex.
—Pues todas las chicas lo hacen. En el instituto, Cheli siempre me sigue hablando cuando va al váter. Tiene la capacidad de no cortar la conversación ni por un instante, al margen del… acompañamiento musical.
—Tú lo has dicho; será una cosa de chicas. —Jorge se secó con la toalla e intentó apartar de su mente todas las imágenes turbadoras que Álex, una vez más, insertaba en ella de forma despreocupada.
—Vamos, anda. —Álex le puso una mano en el hombro.
Jorge no se la sacudió. Avanzó, deseando que la mano siguiera sobre él cuanto más tiempo mejor, en dirección al perchero.
5
Cuando doblaron la esquina de la calle, el Banco de las Confesiones estaba exactamente igual que como lo habían dejado la última vez y, como de costumbre, vacío. No era más que un banco cercano a La Zona, sucio de polvo, solitario y protegido por una caseta de obra que lo ocultaba del gran público. Aunque el descubrimiento había sido mérito de Jorge —un día que llevaba muchos VHS del Blockbuster tuvo que pararse a su lado para colocarse la mochila—, la que había comenzado a usarlo para conversaciones privadas era Álex.
Desde el primer momento tuvieron claro que el Banco era algo de los dos, no porque pensaran ocultarles a Cheli y a Migue su existencia, sino porque —como esperaban— ninguno de sus amigos se sintió cómodo ante la idea de un lugar solamente para hablar de intimidades, y casi nunca les habían acompañado. Por el contrario, Jorge y Álex se habían pasado largas horas sobre él, mirando el cielo, a veces sobre el asiento y otras sentados directamente en el respaldo. Era un lugar perfecto para acabar las noches que para otros compañeros terminaban en vomitona.
A menudo, cuando Álex hablaba de algo Muy Importante mientras estaban ambos sentados lado a lado, muy juntos, a la luz mortecina de la única farola que iluminaba la calle, Jorge había soñado con besarla. La principal razón por la que nunca lo había intentado hasta ahora, aparte del miedo que le paralizaba, era que le gustaba demasiado el sonido de la voz de Álex y su conversación. No quería que su primer beso fuera para interrumpir a Álex cuando hablaba.
—Pues aquí estamos —dijo Jorge, instalándose con el trasero en el respaldo y los pies sobre el banco. Era una posición ligeramente menos vulnerable que la otra.
Álex lo imitó. Había menos de medio metro de distancia entre uno y otro.
—Sí, aquí estamos.
Luego hubo un largo silencio que Jorge no supo cómo romper.
—Entonces, ¿cómo era la vida antes de conocerme? ¿Mejor? —dijo al fin.
Álex negó con la cabeza.
—Muy aburrida, en general.
Jorge sintió un repentino y tonto estallido de felicidad en el pecho.
—Pero has dicho que sucedió antes de conocerme.
—George, eres realmente increíble.
—¿Qué?
Esta vez Álex sonrió de verdad.
—No me prestabas atención en tu casa. Hice un esfuerzo para empezar a contártelo y entonces te fuiste al baño. Creí que no te interesaba. Casi me había molestado.
—Claro que te presto atención. Siempre te presto atención.
—No siempre. A veces no estás ahí del todo. Lo noto por tus ojos. —Álex hizo una pausa—. A veces me miras demasiado, y a veces ni siquiera me miras.
El corazón de Jorge dio un pequeño salto.
—Tenía que hacer pis. Iba a reventar.
—¿Hablas en serio? —Álex frunció el ceño.
—Claro. —No exactamente. Solo quería desviar la atención acerca de cómo parecían sus ojos o dejaban de parecer cuando Álex hablaba.
—Entonces, ¿estás aquí ahora?
—Sí —respondió Jorge.
Se giró un poco y la miró. Álex jugueteaba con uno de sus anillos. Solo llevaba dos, pero Jorge sabía que al menos uno de ellos era especial. Era el que manipulaba en ese momento, una simple alianza de plata algo grande que Álex solía llevar en el dedo gordo de la mano derecha. Según lo que le había contado, precisamente en ese mismo Banco de las Confesiones, perteneció a su padre.
—No quería llevarla porque mi madre tiene una igual —le había confesado Álex—, pero una noche me la puse y pensé… no sé, pensé que quería llevar algo suyo encima, y que me daba igual si mi madre tenía la pareja o no. Supongo que se habrá dado cuenta de que la llevo, pero nunca hemos hablado de ello.
Ahora Álex se llevó la alianza a los labios y la tomó entre ellos. Jorge pensó que no debía hacer eso con un anillo, que era peligroso, pero los labios de Álex le ponían nervioso, así que miró al frente.
—Sucedió en Inglaterra —dijo Álex—. En la clase de Conocimiento del Medio, bueno, lo que viene a ser Conocimiento del Medio, teníamos una profesora un poco hippie que nos sacaba de paseo. Éramos un montón de niños que corrían por barrizales entre bosques y vacas inglesas. Entre ellos estaba Hannah.
Jorge tragó y asintió brevemente con la cabeza para que continuase. Por una parte tenía curiosidad. Por la otra, esperaba que Álex no diera demasiados detalles. Saber implicaba dolor, y Jorge ya soportaba demasiada carga de normal. Pero Álex estaba dispuesta a contárselo y, por alguna razón, era importante para ella, así que se encogió para soportar el dolor con toda la dignidad que le fuera posible.
—Hannah y yo solo hablábamos en la clase de Conocimiento del Medio —continuó Álex—. Por lo demás, nos ignorábamos. A mí tampoco me suponía un mayor problema, nunca habíamos sido amigas. Pero cuando estábamos fuera… —Álex tomó aire—. Todo era distinto. Hannah llevaba su sombrero, que le quedaba muy bonito y le protegía del sol y la lluvia esa cara tan blanca que tenía, y solía quedarse atrás para hablar conmigo. A veces se ponía vergonzosa y me cogía de la mano y me llamaba “my boyfriend”.
—¿Su qué?
—Su novio.
—Pero…
—No tengo ni idea. —Álex no le dejó continuar. Su discurso comenzaba a hacerse acelerado, tembloroso—. Un día me dijo que yo era “pretty”. Por entonces yo llevaba el pelo corto y ella me dijo que yo era “a very pretty boy”. A partir de ahí empezó eso.
—¿Eso?
—Yo fingía… —Álex parpadeó, como si no se lo pudiera creer—. Fingía ser un chico. Para complacer a Hannah.
—Pero cómo… —farfulló Jorge, más que nada perplejo ante la idea de Álex sin su eterna melena ondulada—. ¿De qué forma podías fingir? Si toda la clase sabía que eras una niña…
—No sé explicarlo. Era como un juego y a nadie le importó. Simplemente, me comportaba de otra manera. Ella quería que yo fuera su novio cuando íbamos de paseo y yo lo fui. Le regalaba flores, margaritas salvajes y piedras bonitas que nos encontrábamos, y a ella le hacía muy feliz. Sonreía y se le iluminaba toda la cara.
Jorge escuchaba, no sabía si sorprendido o decepcionado. Aquella imagen infantil y bucólica no se correspondía en absoluto con lo que se había imaginado.
—Cuando íbamos a irnos del país, Hannah no dijo nada. Ni siquiera cuando nos despedimos en clase se acercó a mí. Estaba a lo suyo y parecía que no le importaba lo más mínimo. Me enfadé un poco. Pero el día antes de irme, de pronto llamó a mi puerta. Cuando salí, me encontré con ella con el pelo revuelto y nerviosísima, casi enfadada… Me estampó en las manos una de las piedras que le había regalado en el bosque y una carta y se marchó sin decir nada. Leí la carta allí mismo. Solo decía: “I will love you forever, pretty” y tenía un beso estampado con pintalabios. —Álex se había puesto colorada.
—Qué niña más rara —dijo Jorge, aunque se podía imaginar perfectamente a sí mismo haciendo una locura parecida.
—Lo tiré todo antes de irme —dijo Álex con pena—. Pesaba mucho y, además, todavía estaba… no sé, pensaba que se estaba riendo de mí. Me sentía avergonzada de lo que había hecho con ella. Nunca se lo había contado a nadie.
A Jorge, sinceramente, le costaba encontrarle la maldad o la importancia a nada de lo que estaba diciendo Álex. Él también había jugado a ser el novio de alguna niña en párvulos. Y había escapado de los “tirones de colita” de uno de sus amigos pesados de entonces. No le parecía nada del otro mundo.
—¿La besaste en la boca? —preguntó, tratando de buscar la malicia en algún sitio.
—No. —Álex se sobresaltó—. Nunca.
—Entonces no veo…
—No lo hice porque ni siquiera se me ocurrió —dijo Álex muy seria—. Pero ¿sabes? Nunca lo he olvidado del todo. No a Hannah en sí, porque de Hannah sí que me he olvidado bastante; no tengo sus señas y ni siquiera recuerdo de qué color tenía el pelo. Hace poco se echó un novio italiano, según me han dicho.
—Se le pasaría lo que fuera que tuviese.
—Ese es el caso. A ella sí, pero a mí no. Yo recuerdo el sombrero y las pecas, la sonrisa y, sobre todo, la sensación. Porque yo también era feliz cuando hacíamos eso. Y, cuando ahora hablamos de meter lenguas en bocas ajenas… —Álex hizo una pequeña pausa—. Creo que a ella le habría dejado hacerlo… si hubiera sabido entonces que quería hacerlo.
Jorge guardó silencio y se rascó la cabeza.
—Puedes hacer preguntas —dijo tímidamente Álex.
—A ver. Tú dices que no le encuentras el sentido a… hacer cosas… antes de follar.
—Por favor, no vayas por ahí. —Álex hizo una mueca—. No éramos más que niñas por entonces.
—Por eso mismo. ¿Me estás diciendo que te ponía una niña?
—A veces lo simplificas todo de tal forma que no sé por qué me molesto. —Álex suspiró y miró al cielo. La noche había caído, pero la farola de la calle todavía no se había encendido—. No me ponía de la misma forma que reconozco ahora, pero creo que si hiciera algo como eso ahora, me habría puesto.
—¿Regalarle flores a una niña?
—Regalarle flores a una mujer —corrigió Álex con una mirada feroz.
Ambos se sumieron en un mutismo profundo. Jorge comenzaba a intuir, o creer intuir, lo que quería decir Álex, pero aun así sonaba demasiado retorcido. Habló, con la esperanza de que Álex se lo aclarara:
—Te pondría regalarle flores a una mujer porque en su momento le regalaste flores a una niña fingiendo ser su novio.
—Eso creo.
—Entonces, ¿querías ser un niño?
—No. Solo era divertido ser el niño que era el novio de Hannah.
—¿Te gustaban otras niñas?
Álex frunció los labios sobre la alianza y no contestó. Jorge intentó reformular la pregunta:
—¿Te gustaba esa niña?
—Sí, creo que sí —dijo ella suavemente.
Aquello era información nueva que no sabía cómo procesar. Siempre había sabido que Álex era rara, pero eso no quería decir nada. Le gustaba que fuera diferente a los demás; le gustaba cómo era. Nunca había pensado que eso significase nada… raro.
—¿Entonces te gustan las chicas? —preguntó.
Al instante se arrepintió. Álex tenía razón. Lo reducía todo a su mínima expresión. Pero quería saber, necesitaba saber. No tenía ni idea de cómo procesar aquella información. No sabía si debía sentirse incómodo, preocupado o despechado.
—No lo sé —respondió Álex quitándose la alianza de la boca. Seguía sonrojada y no lo miraba directamente—. Creo que me gustan algunas chicas. Es… raro, ¿no?
En el clavo.
—Un poco —admitió Jorge.
Había, sin embargo, una emoción que predominaba entre la vorágine. Se dio cuenta de que estaba contento con aquella intimidad. Le gustaba la idea de que Álex estuviera compartiendo aquello por primera vez con él.
—¿Por qué no me habías dicho nada hasta ahora? —farfulló.
—George, ni siquiera yo misma estoy segura. Lo que te estoy contando no se lo había dicho nunca a nadie, ¿vale? No es tan sencillo. Me siento… dividida. Es como si se estuviera librando una enorme guerra aquí dentro. —Se señaló al pecho.
Jorge desvió inmediatamente la vista.
—¿Porque piensas que está mal?
Álex sacudió la cabeza e hizo un gesto de desdén.
—No. Esa batalla ya está ganada. Nunca hubo demasiada discusión al respecto, la verdad. Hay un bando… —Hizo una pausa—. Hay un bando que dice que es por no tener padre o por criarme con mi madre o por no haber besado nunca a un chico o por haberme educado con monjas, no sé; pero hay otro bando que dice que todo eso son patrañas y que no existen pruebas científicas de nada ni indicadores de lo que es la normalidad. Y en cuanto a la iglesia… —Resopló—. Sé lo que opinan, pero me da igual. Cuando estaba con Hannah, aquello me salía de una forma que parecía lo más natural del mundo, ¿sabes?
No, no lo sabía. Pero al menos tenía una opinión al respecto.
—A mí tampoco me parece que esté mal. En absoluto.
—Gracias —dijo Álex. Volvió a darle vueltas a la alianza y añadió—: Si a ti te gustaran los chicos, ¿lo dirías?
—Pero a mí no me gustan los chicos.
—Ya-lo-sé, tonto. Estaba imaginando.
Jorge intentó imaginar. Era algo que le costaba mucho, sobre todo en presencia de otros, y más en un momento tan tenso. Álex y él habían jugado a imaginar cosas algunas veces, pero esto era algo que nunca había considerado. Álex con otras mujeres. Él con otros hombres. La cabeza le iba a explotar.
—Supongo que… me costaría.
—Pero en realidad no es por lo que puedan pensar —siseó Álex—, es por ti mismo. Porque no estás seguro de si te identificas con eso. Porque no estás seguro de si te identificas con nada. Porque las etiquetas están vacías. Nada de lo que sientes parece tener el nombre apropiado.
—A lo mejor solo te gustan las niñas con sombrero, como Hannah.
—¿Es broma? —Álex se volvió hacia él—. Eso es como decir que solo me gustan las mujeres con uniforme, porque… —Las mejillas de Álex volvieron a teñirse de rojo y entrecerró los ojos—. Espera, creo que todavía no estoy del todo familiarizada con mis gustos. Hay algo de esto. Los conceptos son poderosos.
—A mí me… me gustan las tías con látex. Cuando salen y llevan así como botas altas o un corsé de esa goma negra brillante, como Madonna.
—Un fetiche —pensó Álex en voz alta—. ¿Pero entonces, a ti no te gustan todas las tías, así como un grupo homogéneo?
—Ssssí —dijo Jorge sin convicción—. O no… ¿no? Puede que no.
Álex calló y apretó la alianza entre las manos. Jorge pensó que debía decir algo y rogó por que lo que se le había ocurrido no sonase muy estúpido.
—Sea lo que sea, esto es importante para ti —murmuró—, así que me alegro de que al menos me lo hayas contado.
—Es nivel meter lengua en boca, George —respondió Álex, que levantó la cabeza para mirarlo a los ojos—. Eso para mí es mucho.
—Entiendo.
—¿Estás bien?
Jorge vaciló, pero tomó aire y contestó:
—Sí. ¿Y tú?
—Sí.
Guardaron silencio unos momentos. Luego Álex se levantó y miró hacia la farola, que se acababa de encender.
—¿Sabes lo que siento de verdad?
Jorge negó con la cabeza.
—Siento que soy una bomba de relojería —dijo Álex con suavidad—. Ya te he hablado de mi especial relación con el tiempo. La gente vive en el tiempo y se adapta a lo que va pasando. Yo vivo contra el tiempo, pero el tiempo siempre acaba ganando.
Jorge dio un respingo; había sentido los dedos de Álex sobre los suyos. No era un sueño. Álex apretó su mano contra la de Jorge por encima del muslo de él.
—Sé que en este caso será igual —continuó ella—. Lo que ahora es confuso terminará explotando por alguna parte. No sé cómo, pero tengo claro que será tan brutal como una bomba de relojería. Y entonces ya no habrá dudas, porque si tengo que crear nueva nomenclatura que se ajuste a mi caso, lo haré.
Jorge reaccionó. Lo que aquella vez en el cine había sido una caricia casi unidireccional se convirtió en algo bilateral. Tomó la mano de Álex entre las suyas y la estrechó con fuerza. Sonrió sin poder evitarlo. Siempre tenía los dedos fríos.
—No me cabe duda que lo harás.
—Es curioso, ¿verdad? —Álex parecía apenada—. Saber exactamente lo que te va a pasar y no poder hacer nada para evitarlo.
Jorge no contestó. Sentía que Álex caía en picado en el gris espumoso de la tristeza, pero la perspectiva de una bomba no le resultaba tan descorazonadora como a ella. Todavía tenía la vaga esperanza de ser su bomba de relojería. Si Álex explotaba en algún momento, él quería rehacerla y rellenar los huecos de todo su futuro, igual que ella había rellenado los suyos.
—No sabes los detalles —dijo al fin—. Puede que te hayan dado una escaleta, pero tú eres quien escribe la obra. Y tienes la libertad de darle el final que quieras.
La cara de Álex se iluminó y los ojos azules se humedecieron. Se inclinó hacia él y, un poco torpemente, lo rodeó con el brazo. Jorge se tensó. Correspondió al abrazo con lo que sin duda sería interpretado como frialdad, pero Álex giró un poco la cara y le dio un beso. Un beso normal, un beso en la mejilla, no el beso que habría deseado y, si hubiera sabido que iba a suceder, se habría afeitado esa mañana. Pero un beso.
—Por eso te quiero —susurró Álex en su oreja.
Mientras la farola de la calle relucía cada vez con más fuerza sobre los dos, Jorge pensó que, aquella tarde, Álex había matado algo. Pero, para su sorpresa, de las cenizas de aquello, como un fénix, estaba brotando algo nuevo; algo invencible, que cambiaba de nombre y de forma pero siempre estaba ahí, con ella, con él; algo que duraba para siempre y que nunca se extinguía.
Eso era lo bueno de Álex. Nunca le aburría. Por mucho que ella hablase de predicciones y de falta de libertad, estar a su lado era una sorpresa continua. Ser su amigo era morir un poco cada instante, pero también era cobrar vida a cada paso.
Aquel era el amor en el que creía Jorge y, en el fondo, el que defendía Álex también: el amor romántico de verdad. El amor de Romeo y Julieta, de Lanzarote y Ginebra, de Blanka y Chun Li. El amor que se llevaba tan dentro que se abría camino a pesar de todo, de normas sociales, de padres absorbentes, de circunstancias adversas, incluso de la voluntad de los propios amantes.
No dijo nada. Solo disfrutó de la felicidad de esos instantes y de sus manos cogidas en la oscuridad.
Al fin y al cabo, quizás él también era una bomba de relojería.
FIN
de este entreacto
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