Silencio

Ahora que por fin hemos anunciado los relatos seleccionados para la antología de lobas y cambiaformas de Café con Leche, me estoy tomando un brevísimo descanso antes de ponerme el gorro de editora a full.

Me he dado cuenta de lo mucho que necesito estos descansos. Son momentos en los que estoy sola y no hablo con nadie. Solo leo y pienso y todo está en silencio. Y no digo leer revistas ni mirar el Facebook ni ponerme una serie de fondo ni escuchar música (ni siquiera Patti Smith, que últimamente me tiene fascinada). Digo estar sola y leer un libro sin más, en silencio.

Muchos conocidos me dice que les gustaría leer más, pero que no pueden. No tienen tiempo. No logran concentrarse. Tienen que asistir a cursos, actualizar su Twitter (y para sacarle partido a Twitter necesitas estar en Twitter la mayor parte del tiempo), ver a gente o escribir. ¿Escribir? Sí, aunque parezca mentira, la epidemia de no leer se extiende a buena parte de los escritores, sobre todo los jóvenes. Estar dentro de nuestras cabezas es fácil, pero sacar tiempo y concentración para examinar las de otros requiere, digamos, un esfuerzo. Es una de las razones por las que en Internet normalmente no se lee, se «escanea»: se buscan los cuatro puntos básicos en un texto que son relevantes para nuestra vida cotidiana, y fuera.

El problema es que no todos los tipos de texto se pueden resumir en «10 consejos rápidos para mejorar tu vida» y ese ir corriendo de un lado a otro buscando de qué manera X o Y es relevante para nosotros afecta a nuestra forma de ser y de pensar.

Hoy día, la gente tiene un problema con el silencio, y un problema aún más grave para escuchar. Porque ni siquiera el silencio es absoluto y, cuando no hay ruidos de fondo, se pueden oír muchas cosas. Pero la mayor parte de veces no queremos concedernos ni un momento de calma. Estamos obsesionados con hacer «algo productivo» y el silencio se asocia con la nada, que es lo opuesto a la creación. Así que llenamos nuestro silencio con ruido de todos tipos, saltamos de una tarea a otra sin orden ni concierto y luego nos sorprendemos de que haya pasado tanto tiempo o de que estemos tan agotados.

Yo tengo momentos muy poco productivos. Por ejemplo, llevo todo el día sin producir nada más que detritus para mi pocilga casa. Pero hay grandes momentos en los que uno no hace absolutamente nada salvo navegar por una cabeza ajena, y eso está bien. Nuestra época ha traído consigo las ventajas del individualismo y el librepensamiento, el «porque yo lo valgo», el valor de forjarse opiniones propias y expresarlas, y eso es maravilloso. Pero no puede serlo todo. A veces hay que callarse la boca, aunque sea solo porque la verborrea de alguien que nunca aprende nada nuevo acaba siendo muy limitada. El arte de callarse y observar, en una sociedad en la que quien más grita es quien más se hace escuchar, está infravalorado.

Este es el estado en el que se debe leer. Si estamos leyendo, pero en realidad estamos pensando en la lista de la compra, en todo lo que tenemos que hacer al día siguiente o en el trabajo que nos espera al llegar a la oficina… lo más probable es que no disfrutemos el libro igual, en el mejor de los casos; y en el peor, que es lo que ocurre con las novelas algo más complicadas o con los textos de ensayo, que no nos enteremos de nada. Tenemos que estar dispuestos a callar. Luego, poco a poco, comenzaremos a interactuar con el libro. Es como hablar con una persona: para conocerla, para hablar de verdad con ella, primero hay que escuchar.

Después podemos salir a la calle y ver a gente o mirar el Facebook o ponernos una película mientras nos damos un masaje de pies y charlamos con el novio o ir a Goodreads y escribir una reseña muy sesuda sobre lo que nos ha parecido el libro mientras chateamos con nuestros amigos y pensamos en que podríamos utilizar algo así para nuestra última novela o que nuestra madre es exactamente igual que la madre del libro. Pero todo eso después. Y para que haya un «después», es necesario el silencio.

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