Blog de Diana Gutiérrez, autora de novelas de chicas sáficas como "Un pavo rosa (1 y 2)" y "¡Sí, mi capitana!". Trabajo en el mundo editorial y escribo fanfics como si me pagaran por ello. Cuando tengo tiempo me pinto las uñas mientras frío un huevo.
Bueno, tanto hablar de ese libro, tanto hablar de ese libro, y muchos todavía no lo tienen siquiera en sus manos. Como yo sí que tengo algunas copias y los libros me comen el espacio en casa, he creado un sorteo («giveaway») en Goodreads.
Hay en juego dos copias de Un pavo rosa (Acto I) FIRMADAS Y DEDICADAS. Es decir, os las dedico a vuestra persona y os las envío a casa por la cara. La única condición es tener una cuenta de usuario en Goodreads y una dirección de envío en España.
Garantizo:
Risas
90% de probabilidad de que el libro os guste mucho (es más o menos el porcentaje de éxito que ha tenido hasta ahora)
Nostalgia de los 90
No garantizo:
Que no se os suban los colores al leer algunas escenas
Que no queráis matar a alguna de las protagonistas de vez en cuando
¡Hoy es el día en que sale a la venta el acto I de Un pavo rosa! Y esta es la penúltima entrada de Un pavo rosa tras los focos, en la que intentaré responder a preguntas como “¿pero por qué un musical? ¿Pero por qué El hombre de La Mancha?”.
En las entradas anteriores he hablado de mi vida preadolescente, adolescente y universitaria. El último año de mi carrera me fui a Alemania con una beca Erasmus.
A mi facultad no le sobraban las becas y yo acabé en lo que probablemente sea la ciudad más fea que hayáis visto jamás: Bochum, en la cuenca del Ruhr. El Ruhr es un afluente del Rin, por la zona de Düsseldorf y Colonia, y toda su cuenca es una zona tradicionalmente industrial. Con increíbles explosiones de naturaleza, eso sí. Por ejemplo, nosotros teníamos que cruzar un bosque entero (porque de bosquecillo nada, aquello era un BOSQUE) para ir a una de las tabernas de las residencias universitarias. En medio del BOSQUE había un único y solitario farol que marcaba más o menos la mitad del camino.
En aquel oscuro y germánico lugar también creían en Narnia.
ALEMANIA con MAYÚSCULAS
Alemania era grande. Los alemanes eran grandes. Los lavabos y váteres eran grandes. Había ropa de mi tamaño y aún más grande. Los trenes eran grandes, las residencias eran grandes, caían grandes cantidades de nieve que formaban grandes capas. En las tabernas del barrio se bebía a lo grande.
Aunque había muchas cosas de Alemania a las que me costó adaptarme (y no, ninguna tiene que ver con la escasez de jamón serrano), en el aspecto académico recuperé parte de la ilusión que la facultad me había machacado. Había tenido profesores estupendos que me habían hecho pensar e interesarme por sus asignaturas, pero un 70% de mi currículum se componía de materias que repetían temarios y que, además, no me interesaban en absoluto.
En mi facultad de Madrid, todo el mundo daba por hecho que queríamos trabajar en el cine o, si no era posible, en los servicios informativos de alguna cadena de televisión. Yo nunca había sentido con fuerza la llamada de la profesión audiovisual, sobre todo por la normalización académica y laboral que comportaba. Los rodajes me estresaban, la complejidad técnica de las cámaras me hacía sudar y, sinceramente, me importaba un pito qué equipo de fútbol hubiese ganado la liga. No entendía por qué tenía que saberme esas cosas como condición sine qua non para aprobar algunos exámenes. Podía recitar los nombres de los finalistas de Eurovisión de los últimos años, sabía quién había sido la última plusmarquista de atletismo y podía describir la influencia de los libros de Enid Blyton en Harry Potter, pero eso no importaba. Una vez más, el rodillo del común denominador de los gustos se imponía, incluso en un entorno supuestamente erudito. Y se ve que lo que a mí me interesaba, fuera arte, deporte o literatura, era digno de ser mirado por encima del hombro como una frikada.
Eso fue hasta que llegué a Alemania.
Alemania es una de las cunas del kitsch y el camp. Solo hay que decir que prácticamente inventaron el eurodance. En Alemania no sienten vergüenza si los platós de sus televisiones parecen sacados de los años setenta. No les da vergüenza ir por ahí peinados a lo Farrah Fawcett. No les importa poner a Bananarama en un bar. Ni bailarlo. Si bailan mal, no es su problema. Si les gusta una música ratonera, no es su problema.
A Alemania, en muchos sentidos, le falta toda la vergüenza y esa urgencia continua de aparentar ser más y mejor que por aquí nos sobra.
No, tu Todd Solondz no mola más que mi Jan Švankmajer
Nada más lejos de mi intención que destacar las maravillas de Alemania. Solo digo que cuando una estudiante a la que le encanta la cultura popular, pero que no tiene ningún deseo de ser parte de la élite de los creadores de cultura popular, se topa con los cursos de la Universidad de Bochum, es normal que sienta una descarga de adrenalina.
Por primera vez, en la universidad no era ningún problema que a mí me interesaran las películas de género o el cine de palomitas. Muchos de los profesores tenían intereses parecidos. De hecho, les parecía muy bien que alguien quisiera investigar sobre el terror slasher, sobre los dibujos animados europeos, sobre Daria o sobre Star Wars. No consideraban, como me ocurría en España, que alguien interesado en Todd Solondz era automáticamente mejor y académicamente más válido que yo. (Entre otras cosas, porque se da la casualidad de que a mí también me gusta Todd Solondz, solo que a lo mejor mi afán investigador recae en otras cosas.)
Me volví loca escogiendo asignaturas como:
Análisis del rol estructural de las telenovelas
El cine de Bollywood
Televisiones y medios de comunicación en Oriente Medio
Historia del cine musical
Conceptos del placer en la televisión y el cine
Cuando la vicedecana vio mi propuesta de programa, levantó una ceja y me preguntó:
—¿Y cómo quieres tú aprender a realizar un informativo con una asignatura que se llama… conceptos del placer?
Probablemente argumenté que los conceptos del placer me servirían para tener una perspectiva más relajada a la hora de hacer esas cosas, pero lo que me habría gustado contestarle era más bien: “¿Y cómo no sabes tú que esta es una carrera-batiburrillo, una carrera donde lo mismo me podía gustar el cómic que la radio o las películas porno, y que yo solo me metí aquí porque me fascinaba la cultura pop y no querré nunca realizar un informativo?”. Da igual. Coló, o tuvieron que tragar porque tampoco había mucho más.
La vida es un carnaval
Cuando empecé el curso, dedicaba los martes enteros al cine musical. Por la mañana teníamos la historia del género y, por la tarde, clase de Bollywood con proyección de película incluida. Llegaba a casa por la noche, henchida de música y felicidad.
Siempre me habían gustado las películas musicales. Me fascinaba ese frágil equilibrio entre lo alegre y lo triste, lo impostado y lo auténtico. Una película musical podía contarte cosas durísimas mientras los personajes cantaban y bailaban con una sonrisa (como bien reflejó Bailando en la oscuridad).
Por entonces el género musical no se hallaba en su cota más alta de popularidad, aunque poco a poco despuntaba. Acababa de estrenarse en Estados Unidos ese hito sobre las tablas que fue Wicked. No existían Mamma Mia, We Will Rock You, Hoy no me puedo levantar, y nadie quería llevar al teatro El rey león. (Nota: Paz me ha sacado de mi error, El rey león se estrenó en teatro a finales de los 90.) No había apenas compañías que pusieran en marcha grandes musicales y, en mi facultad, a nadie se le habría ocurrido hacer una reivindicación del género en el cine, con la posible excepción de la reciente Chicago, que al menos tenía el rollo trágico de película póstuma.
En Alemania aprendí muchísimo y vi muchas películas musicales. Me decepcionó Ha nacido una estrella, reconocí el atractivo de West Side Story, me encantó Los paraguas de Cherburgo. Fuimos desde El cantor de jazz hasta los vídeos musicales. Y por la tarde, las películas de Bollywood me abrían un mundo, este sí, totalmente desconocido. Si Alemania era un lugar donde el kitsch campaba a sus anchas sin vergüenza, la India jugaba en otra división, simplemente.
Una de mis películas favoritas fue Kuch Kuch Hota Hai. En ella había uno de los triángulos amorosos típicos de las películas de Bollywood, pero la diferencia era que este triángulo estaba formado por dos chicas y un chico (suele ser al revés) y, además, la película era en gran parte una comedia. Me gustaba que en Bollywood concebían sus productos como una mezcla de emociones y no como algo adscrito a un género concreto. Era el concepto de masala, “un poco de todo”. Canciones incluidas, por supuesto.
Nuestro trabajo final fue sobre Devdas (2002), un remake de un dramón clásico extremadamente prolijo en lo visual. Sus juegos con el color y la composición eran fascinantes. He vuelto a verlo varias veces con otras personas, y hace no mucho escuché una melodía en un paki y corrí a preguntarle al dependiente si eso que sonaba era parte de la banda sonora de Devdas. Se quedó muy sorprendido… ¡No sabía la cantidad de veces que había tenido que verme las escenas de coreografías para tomar notas y sacar capturas!
Un pavo rosa entra en juego
Flash-forward de casi dos años hasta el momento en el que germina en mi cabeza la idea de Un pavo rosa. Pensemos en esa estudiante que llevaba esas pintas de Eduardo Manostijeras. Vale, pues se las ha quitado; ahora va más bien colorida, como las películas que le gustan, en plan hippy pero con menos arte. Imaginadla sola en una habitación de Barcelona, ya explicaremos cómo ha llegado hasta ahí. Pongámosle una botella de vino en la mano, alguna otra sustancia en el cuerpo y varias palomas dejándole regalitos en el alféizar de un patio interior. Suena una canción de Devdas en el ordenador, pero eso es todo lo que queda de la época germana. El ambiente es desolador.
La chica (ya hemos dicho que borracha y viendo elefantes rosas) quiere escribir una novela y sabe que quiere ir de dos adolescentes muy distintas que se enamoran. Tiene claros los referentes temáticos, pero aún no sabe por dónde puede tirar la historia.
De la nostalgia de los colores nace el deseo de escribir una novela que homenajee la época feliz de la vida en la que todo parece nuevo y brillante. Y de la sensación algo alucinógena de irrealidad, de performatividad de la propia existencia, nace la idea de una obra que represente una obra que represente otra obra, y así hasta crear un bucle infinito.
Sí, lo flipaba. Literalmente.
Primero pensé que tal vez podía crear este efecto con las cartas de la baraja y la historia de las cartas de la baraja española. Serían cuarenta capítulos, uno por cada carta. Después abandoné la idea y pensé que lo más sencillo era utilizar la representación de un musical. Pero… ¿cuál?
Pasé fichas y fichas en mis recuerdos, pero ninguno de los musicales que yo conocía se ajustaba del todo a la historia que quería contar. El diluvio que viene era demasiado religioso. Me metí en páginas sobre cine musical y estuve echando un vistazo a los títulos hasta que encontré uno que me llamó la atención: El hombre de La Mancha.
Yo, don Quijote
El hombre de La Mancha (Man of La Mancha) es un musical de Dale Wassermann de 1965 que, ya de por sí, está basado en otra obra de por todos conocida: El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes (por cierto, nacido en Alcalá de Henares). A su vez, podríamos decir que esa obra está basada en las novelas de caballerías de la época, y así hasta el infinito. Es decir, ya de antemano predisponía a la creación de ese bucle de representaciones.
Cuando leí la sinopsis del argumento, lo tuve claro: it’s a match. Cervantes, preso en la cárcel, interpreta a don Quijote. Y la que en la obra es llamada Dulcinea se pasa media obra mandando al diablo al señor Alonso Quijano y diciéndole que ella es Aldonza, la prostituta, y que deje de llamarla de otra manera, que la está rayando mucho porque ella no es esa persona. Y Cervantes/Alonso Quijano/Don Quijote le contesta que la realidad es lo que uno crea y que, si él la ve como Dulcinea, Dulcinea bien puede ser. Aquello le iba a mi historia como un guante. Una de mis chicas sería don Quijote, y la otra, Dulcinea.
Fue un poco complicado encontrar el guion original de la obra, pero por suerte, ahí estaba también la versión en película con Sofía Loren para ayudarme a tener una visión más pictórica del asunto. Lo que más me gustaron fueron las canciones. Y de nuevo, todo iba sobre ruedas: José Sacristán y Paloma San Basilio habían interpretado ese mismo musical en Madrid en 1997, así que me fui a una tienda de discos (por entonces todavía existían) y me compré la banda sonora de la obra.
Los fragmentos de canciones que hay insertados en Un pavo rosa son, más que nada, fruto de darle al stop y transcribir lo que acababa de oír, aunque la mayoría ya me las sabía de tanto escucharlas. Supe que Aldonza era mi canción favorita, que Dulcinea me daría mucho juego y que Yo soy yo, don Quijote me serviría para presentar los juegos de relaciones entre los personajes.
Exactamente este CD doble.
Y la casualidad hizo de las suyas
Este año se conmemora el IV Centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. Da la casualidad, la inmensa casualidad, de que no solo se publica el acto I de Un pavo rosa, sino que se volverá a representar en Madrid y Barcelona el musical de El hombre de La Mancha. Aunque ya vi la obra en un pequeño teatro de Alemania, nunca la he visto en español y para mí será toda una experiencia. ¿Vamos juntos?
Los interesados, que sepáis que queremos montar el grupo en Barcelona para el jueves, 25 de agosto de 2016, a las 21:00. Contactad conmigo para coordinarnos. Es probable que también vaya a verla a Madrid… pero en cualquier caso, siempre se puede montar allí un grupo alternativo. Realmente es una obra que merece la pena y, si la han actualizado, puede quedar algo muy interesante.
(No creo que lleguen al punto de que a don Quijote lo interprete una mujer. Pero siempre podéis imaginaros a Álex declamando.)
En la próxima y última entrada de la serie Un pavo rosa tras los focos hablaré de aquella frase lapidaria de mi ex, que hoy se me ha quedado en el tintero, de la accidentada escritura de la novela y de lo que realmente pienso acerca de Nick y Álex. Me quedo con las ganas de contar algo más. Como es lógico, cuando pensé en la obra musical adecuada para el acto I también encontré la que haría el “juego de espejos” en el acto II, y también me emocioné porque cuadraba a la perfección. Pero no tendría gracia si os estropeara la sorpresa, así que de momento me lo callo. Con un poco de suerte, la publicación del acto II coincide con otro aniversario. 😉
En las últimas entradas de esta serie os hablé de temas tan relevantes como el color de los ojos de la chica con la que representé El diluvio que viene o los guantes de portera de la rubia chunga de mi instituto. Teniendo en cuenta que aquí la cosa iba de cómo se me ocurrió la historia de Un pavo rosa, algún lector serio se preguntará a qué viene tanta información sobre mis años mozos. Por eso esta entrada se va a centrar un poco menos en mi vida privada personal y más en las dos grandes influencias audiovisuales de la novela: la película sueca Fucking Åmål(Show Me Love, 1998) y la serie británica Sugar Rush (2005-2006).
Pero primero… ¡contexto, por favor!
Universidad, año cero
El año 2000 entré en la universidad y me trasladé a Madrid. Me avisaban: «será un cambio total». No quise hacer caso, pero al cabo de un año mi mundo ya había cambiado por completo. Estudiaba en la vetusta facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Lo bueno de aquel lugar era que todo el mundo venía de otras partes: Galicia, Valencia, Asturias, La Rioja, Andalucía, por no decir Colombia, Chile o Dinamarca. Incluso yo, nacida en la capital pero provinciana de corazón, me asombré ante semejante diversidad y lo que implicaba en nuestras relaciones.
Mi antigua facultad, todo un prodigio de la arquitectura brutalista.
Mis amigos eran todos hipsters, solo que por entonces desconocíamos esa palabra y ni siquiera habríamos sabido encerrar el concepto en cuatro aficiones, una barba o una camisa a cuadros. Digamos que eran prehipsters. Para explicarlo mejor, pongamos el caso real de mí en primer año cuando, charlando con un grupo, les comenté que esa tarde iba al cine.
—¿Qué vas a ver? —me preguntaron.
—Scary Movie —respondí.
Ante aquella afirmación se sucedió un silencio incómodo. En aquel momento no lo entendí. En mi entorno era de lo más normal ir a ver ese tipo de películas: de hecho, quería ir precisamente porque mis amigos me habían obligado a ver todas las películas tipo Scream de finales de los 90. (Creo que nadie entendió Scary Movie como yo. Ah, dulce venganza.) Pero mis nuevos compañeros estaban hechos de una pasta muy distinta. Su líder espiritual era Amenábar, el alumno rebelde, que había estudiado en la misma facultad y se había marchado quejándose de que no se aprendía nada. (Tenía parte de razón.) Les gustaba Yasujiro Ozu, Jean-Pierre Jeunet, Aki Kaurismaki, Spike Jonze, Todd Solondz, Isabel Coixet. Nombres que a mí no me decían absolutamente nada y que para ellos parecían significarlo todo.
Una rara entre los raros
Aunque nunca llegué a compartir el entusiasmo de algunos de mis compañeros por las películas de David Mamet, entrar en contacto con un entorno donde, casi por primera vez en mi vida, decir que te gustaba el cine europeo, la fotografía o el cómic no era el equivalente automático a tu expulsión del mundo de los vivos, fue como si se me abrieran las puertas del cielo. Era extraño: me había pasado la adolescencia acostumbrada a que cuando yo hablaba de literatura la gente se aburriese y enseguida pasaran a comentar el último capítulo de Al salir de clase, y, de pronto, me encontraba en un entorno donde decir que me gustaba el teatro no era un pecado, sino un plus de hipsterismo y modernidad. No creo que los que no hayáis vivido semejante marginación cultural podáis entenderlo. Por entonces no existían muchos conceptos en los que hoy podemos refugiarnos, desde nerd hasta ratón de biblioteca. Mi adolescencia en el extrarradio había sido un rodillo que, entre gritos de «dala un guantazo», bailes salvajes de dance y pachanga y bastantes miedos y envidias, trituraba cualquier asomo de diferencia cultural (que no social).
La sala Triángulo de Madrid… ¡Qué tiempos!
Me lancé con ansias a explorar todo aquello que no conocía. Fui a incontables sesiones de cine en versión original en los Ideal y los Princesa. Asistí a muchas funciones de teatro alternativo, entre las que vi obras tan maravillosas como Las sillas, de Ionesco, o Muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo, además de muchas otras locuras surgidas de mentes patrias como H, el pequeño niño obeso quiere ser cineasta o Huevos rotos. Comencé a involucrarme con algunas asociaciones de la universidad: asistí a charlas sobre feminismo y sobre jóvenes artistas, tuve mi momento de desobediencia civil cuando la policía nos echó a patadas de la reivindicada «aula social» de la facultad, repartí condones con el Rosa Que Te Quiero Rosa, la que era la asociación LGBT de la Complutense (aunque por entonces la B y la T no eran muy reconocidas y me costaba trabajo explicarles que la bisexualidad existía, incluso después de ver Persiguiendo a Amy). Aunque no sabía a qué quería dedicarme, planeaba guiones locos de cómic junto a cierto compañero que compartía conmigo una sensibilidad que incluía tanto escenas sadomaso entre muchachas preadolescentes como aliens creados por las manos de un robot. Lo adoraba, por cierto, por si él o alguno de los suyos pasan alguna vez por aquí.
Turismo sentimental
De cintura para abajo, hice algo de turismo. Y nunca mejor dicho, porque una de mis aficiones llegó a ser echarme el petate al hombro para visitar a las personas que conocía por Internet, que por alguna razón no solían vivir en la misma ciudad que yo. Recuerdo que era habitual, como ritual, depilarme, meter condones y/o algún juguete en la maleta y pensar en alguna historia que contarle a mi madre. Me sacaba billetes de autobús, o de tren, y me pasaba horas comiéndome las uñas hasta que me recogía el ligue de turno.
Por supuesto, yo en aquel momento decía que buscaba el amor (y lo creía, y me decepcionaba horrores cuando las cosas no funcionaban), pero la realidad era que tenía mucho más interés en el momento en que la persona X me tocaría y podríamos pasar de una vez a la parte divertida. Entendedme, tenía prisa por recuperar el tiempo perdido y, cuando por fin me eché novia, lo nuestro solo se consolidó después de muchas sesiones muy divertidas.
Aun así, yo seguía conservando esa parte romántica al estilo de Don Quijote. En los primeros años de universidad, iba por los bares de Chueca buscando bellas Julietas para mis canciones; por supuesto, las Julietas desprevenidas solían mirarme con los mismos ojos que la rubia de mi instituto cuando yo, cortés pero totalmente desinformada acerca de los rituales de cortejo, invitaba a una copa a la chica solitaria junto a la barra o le preguntaba atrevidamente a la camarera si querría quedar conmigo para cenar. Creo que ahora es más normal abordar de esa forma a una desconocida, pero por entonces no era habitual, salvo que se te hubiera restregado de arriba abajo bailando en algún bar. Quizás por eso mis conocidas se liaban tanto entre ellas y mucho menos con chicas nuevas. Después de haber sido parte de un grupo que se esforzó tanto por no animar a la interacción romántica entre sus miembros, sus breves romances me resultaban burdos, endogámicos, casi asfixiantes. Para mí, los amigos no se tocaban. Hasta que se tocaban, claro… ¡pero hombre, sin buscarlo todo el rato!
En un lugar llamadoÅmål
Creo recordar que había empezado esta entrada diciendo que iba a hablar menos de mi vida. Ejem. Es que mi vida está muy enredada con todas las cosas que por entonces fueron importantes. Por ejemplo, recuerdo muy bien a la persona con la que fui al cine a ver Fucking Åmål.Era una amiga hetero (muy hetero) y friki (muy friki, como yo) a la que le llamaba la atención porque iba de adolescentes homosexuales. También vi con ella conciertos de grupos que nos gustaban y una película porno gay. Le tenía mucha estima, aunque ella no tenía la misma impresión, discutimos y terminamos por dejar de vernos.
Las protagonistas de Fucking Åmål. No sé bien qué le pasa a Agnes en los ojos, no suele dar tanto miedo.
Aunque la película de Fucking Åmål es del 98, creo que no se estrenó en España hasta 2001. Está dirigida por Lukas Moodysson y, como nota curiosa, fue un auténtico éxito en su país de origen (Suecia), superando incluso a Titanic. El argumento básico es el siguiente: frikaza sueca de camiseta negra y mucho angst encima es una apestada en el instituto de su pueblo, Åmål, y, por si fuera poco, está enamoradísima de la choni rubia más promiscua del mismo. La choni rubia va, se entera y al principio le hace gracia la idea de tontear con la frikaza y hasta le da un beso como parte de una apuesta, pero luego resulta que su mundo le resulta muy vacío y la frikaza le mola más de lo que había pensado. No sé si os suena de algo. No hay nada del todo original en la vida, ya lo siento.
Fucking Åmål (conocida en otros países como Show Me Love, que eso del fucking lo llevan mal) era una película sin pretensiones, de escasa duración, pero que captura de forma asombrosa la estupidez (y el encanto) de sus adolescentes. Teniendo en cuenta mis antecedentes, yo me identifiqué sin ambages con Agnes, la frikaza, aunque me gustaba más la travesía personal que hacía Elin, la rubia choni. Pensé en lo que habría pasado si mi rubia hubiera recorrido ese camino y llegué a la conclusión de que la película dejaba muchas preguntas en el aire. ¿Hasta qué punto son compatibles Agnes y Elin, más allá de la atracción inicial de los opuestos? ¿Qué pasaría con ellas si la historia de la película hubiera seguido más allá del final?
Lo más sorprendente de la película era que no era un dramón. Evidentemente, había momentos de drama, pero había igual número de escenas cómicas. Recuerdo en particular que los espectadores —los pocos que éramos— nos echamos a reír, con risitas nerviosas, cuando Agnes saca una foto de clase de Elin (la típica foto en la que uno sale sentadito junto a sus compañeros) y se masturba. Sí, inspirada por una foto de grupo borrosa en la que apenas se le ve la cara a la otra muchacha. Me di cuenta de lo real que me resultaba y, a la vez, lo raro que era ver una escena así en aquellos tiempos: una adolescente (que no un adolescente) masturbándose y pensando en su objeto de deseo, en una escena que no tiene nada de exhibicionista y que simplemente evoca un deseo franco y primario. Tan franco y primario que tiene algo de ridículo y algo de tierno.
Puede que no fuera entonces cuando decidí escribir Un pavo rosa, pero una vez se formó la idea inicial en mi cabeza, la primera referencia a la que me agarré cual oso panda fue Fucking Åmål. Quería, literalmente, castellanizar la idea del romance medio fascinante, medio imposible entre la morena friki y la rubia choni. Buscaba transmitir exactamente la misma sensación de ternura y absurdo con una comedia en la que cupieran los momentos dramáticos.
Qué monas ^^
En la universidad me habían dicho que era imposible hacer comedia sin distanciarse de los personajes, sin reducirlos a sus estereotipos. Yo pensaba y pienso de manera diferente. Creo que es posible una comedia en la que los personajes estén desarrollados y el lector sienta empatía hacia ellos. Por supuesto, es necesario cambiar el foco y acercarse o alejarse a lo largo de la narración, pero algo así es totalmente normal y se recibe con agrado, porque no somos unitarios. Pensar lo contrario —que solo te puedes reír de aquello que miras por encima del hombro— nos lleva al estancamiento de las comedias, al elitismo, a la estrechez de miras del humor, tal y como es tradición en la televisión española desde hace décadas. Y es una pena, porque la comedia tiene un enorme potencial para el retrato social y, por qué no, también para los sentimientos, más allá de reírnos de todas las desgracias que le suceden al protagonista. Maestros de todo el mundo del cine, el teatro y la literatura lo demuestran.
¡Qué novedad! ¡La lesbiana con la camisa de cuadros!… Ah, no, espera, que era prehipster.
Sugar Rush: subidón de azúcar sin concesiones
Años después, en 2005, se estrenó una serie británica en Channel 4 que también fue pionera en muchos aspectos: Sugar Rush. La idea básica era ligeramente similar, aunque el escenario cambiaba de un frío pueblo sueco a Brighton, la ciudad de las gaviotas y los puestos coloridos y cuquis del Reino Unido: adolescente con escasa experiencia en amores y que se identifica a sí misma como lesbiana (Kim) va y se enamora de la muchacha más problemática y promiscua que podía encontrar (Sugar), en este caso con la dificultad añadida de que la muchacha es hetero, o eso parece (como Elin, sus dudas tiene).
Sugar Rush: donde el rosa no equivale a cursi.
La diferencia fundamental es que, mientras que Fucking Åmål todavía era medida y casta en lo que mostraba y cómo lo mostraba, Sugar Rush seguía la estela de las series británicas y era decididamente explícita, grosera y barriobajera. Por comparar: si la escena de la masturbación de Agnes evocaba una sonrisa y dulces momentos de teenage angst, Sugar Rush se abre con la precipitada masturbación de Kim… con su cepillo de dientes eléctrico. De nuevo, ¿a alguien le suena de algo?
La primera vez que vi Sugar Rush probablemente fue con mi novia, aunque no lo recuerdo de forma tan clara como Fucking Åmål. Sé que ella estaba descubriendo el fascinante mundo de las descargas por internet y se tiraba horas frente a la pantalla de su portátil viendo Perdidos. Aquel era un mundo rudo, baby. Las descargas podían durar días y los subtítulos eran una quimera. Veíamos Sugar Rush a pelo, en inglés británico, y cada vez que salía Sugar con su acento, yo sufría por entender qué diablos decía. Poco a poco me fui acostumbrando: lo bueno del acento británico es que terminas por hacerte a él. Y si te aficionas mucho, hasta lo encuentras sexy.
Mi novia se descolgó pronto porque no soportaba a Sugar, pero yo seguí viendo la serie. Cuando ella y yo lo dejamos, quizás como acto de rebeldía, me puse a ver todos los episodios de nuevo y me reí malignamente al entender lo mucho que me parecía yo a Kim y lo mucho que se parecía Sugar a la imagen amenazante que ella tenía de ciertas chicas que me gustaban, que eran todo lo contrario a ella: sofisticada, culta y de buenas formas con casi todo el mundo. No podía entender qué veía yo en el atolondramiento, el bajofondismo y el egoísmo de Sugar.
La primera temporada de Sugar Rush me gustó más que la segunda, pero la segunda fue la consecuencia lógica de lo ocurrido y abundó en otros temas que era necesario explorar, como la sexualidad de Kim (más allá de Sugar). Kim y Agnes son personajes más allá del enorme calentón, o enamoramiento, que tienen con la choni de turno. Tienen una relación de amor o de odio, o de ambas cosas, con sus padres; tienen relaciones de amistad o de atracción con otros personajes; tienen aficiones, manías, fobias. Cuando pensé por primera vez en Un pavo rosa, tuve muy en cuenta este punto y fui consciente de la importancia de darles a las dos protagonistas un pasado, una historia, que justificase su forma de ser. Sugar Rush tenía esa ventaja sobre Fucking Åmål porque era una serie, mientras que la otra debía condensarlo en una película.
El otro aspecto sobre el que influyó bastante Sugar Rush, como buena serie británica, fue en dotarme de cierta perspectiva de clase. Mientras que Agnes y Elin venían de orígenes parecidos, aunque era evidente que los de Elin eran más humildes, Kim y Sugar venían de mundos distintos. Desde el principio, es que ni siquiera hablaban igual. La relación entre ellas era aún más atrevida e inestable porque Kim era una chica de buena familia, con todo lo que implica ser parte de la burguesía, y Sugar, una garrulilla en cuya casa los gritos y las peleas eran norma. Había entre ellas la perversa y muy británica atracción del burgués por lo mundano y el deseo del proletario de paliar sus necesidades inmediatas. Por eso Sugar se aprovecha del dinero de Kim, y por eso Kim encuentra en la distancia que existe entre ellas combustible para su deseo de alternar con la plebe. Yo quise que estas fronteras fuesen evidentes, si bien no insalvables, en Un pavo rosa. Después de todo, yo también había estado en el lugar de Kim.
A la ribera del Henares…
Un deseo latente
En la próxima entrada hablaré de cómo una asignatura de la universidad alemana influyó directamente en la pasión que comparten ambas protagonistas de Un pavo rosa y cómo se combina eso con mi afición por la música de los años 90. Si me da tiempo, incluiré también el momento decisivo en el que la historia cobró forma en mi cabeza y lo que dijo mi exnovia cuando le conté la idea. Se resume en una sola frase: «Lo mejor que puedes hacer con esa historia es no escribirla».
En la entrada anterior os comenté cómo había ido la representación del musical El diluvio que viene en mi antiguo colegio y lo «frambuesa fuera de la cesta» que me sentía en ese ambiente. Cuando me cambié de centro de estudios, todo fue distinto. En este sitio no teníamos grandes salones de actos para representar obras de teatro, pero tampoco llevábamos uniforme (lo cual me supuso una liberación y una alegría tales que, a la vista de mi afición por los internados ingleses, seguro que nadie se imagina). Es más, la gente que me rodeaba era normal. No había más problemas de drogas, abusos sexuales, bullying y puñetazos que los estrictamente necesarios. Esta gente tenía menos dinero, estaba menos pagada de sí misma y tenía muchas menos ganas de hacerle la vida imposible al de al lado.
Nuevos amigos
En pocos meses me encontré siendo parte de un grupo mixto de adolescentes que surgió de forma muy orgánica. Éramos un poco frikis; lo justo, porque entonces no se podía ser friki a gusto, y menos si te gustaban cosas parecidas a las mías. Quedábamos para ir a los recreativos, al cine, para jugar al ordenador. Posteriormente, también comenzamos a quedar para salir y emborracharnos. A la ribera del Henares, yo dejé mi huella en forma de traspiés y vómito alcoholífero. Aunque la mayor parte del tiempo simplemente fingíamos estar borrachos para poder agarrarnos a aquel o aquella que nos gustaba.
Entre nosotros teníamos una especie de código secreto que consistía en que todos éramos conscientes de que las tensiones amorosas y sexuales entre nosotros ponían potencialmente en peligro la integridad del grupo; ergo, era preferible buscar la satisfacción de estas necesidades fuera. O quizás era sobre todo que éramos una panda de románticos y teníamos un ideal tan, tan, tan inalcanzable que nadie cercano se acercaba a él. Por supuesto, esto no impedía que, de vez en cuando, mandáramos el ideal de vacaciones y un par de nosotros enredaran un poco comiéndose la boca o haciendo algún ejercicio de manos juntos. La consigna era: mejor fuera.
A mí me dio por teñirme parte del pelo de rojo y ver con horror cómo, día tras día, aquello se parecía más a un naranja desvaído que al tono chungo-sangriento que yo había querido darle. Una amiga se encariñó con sus nuevas gafas de sol y las llevaba a menudo. Otra vestía de verde. Un par jugaban a las cartas Magic. Otra chica de la clase llevaba la foto de Kurt Cobain «in memoriam» en su carpeta. Y por supuesto, todos nos debatíamos entre el deber de estudiar y las ganas incontenibles, imparables, de montar bulla en clase, sobre todo cuando cierta profesora nos soltaba su frase favorita: «A mí eh que me dais vergüensa ajena».
¿Quién es esa chica?
Recuerdo aquella época como muy feliz, a pesar de que en mi casa tenía broncas a menudo y que probablemente tenía un aspecto parecido al de Eduardo Manostijeras pero sin el sex-appeal de Johnny Depp. Me sentía cómoda con mis nuevos amigos, aunque sabía que había cosas de las que era imposible hablar con ellos. Eso incluía cualquier debate sobre un tema medianamente elevado, como la filosofía, que había descubierto y me encantaba. Pero estaba acostumbrada a que fuera así: en casi todas partes, yo era la loca, la rara. Solo me salvaba de ser «la empollona» el hecho de que no me callaba ni debajo del agua y que, en ocasiones, podía ser un elemento algo conflictivo, por no decir subversivo. (Me expulsaron una vez por pegar a una chica que se había burlado de mí y me castigaron otras tantas por contestarle a un profesor. Nada nuevo bajo el sol.)
Un día de invierno, mientras se celebraba el típico campeonato deportivo en el patio de recreo, alguien se golpeó conmigo y dijo «perdona». Era una muchacha rubia que llevaba unos guantes enormes de portero. Se colocó en la portería de su equipo de fútbol y yo la observé. No hacía más que tocarse los guantes, como si fueran algo importantísimo para ella. Pensé: «cualquiera diría que toda su vida está en esos guantes roñosos». La portera estaba muy metida en el juego. Gritaba, animaba, se desesperaba, lo vivía todo como si fuera el primer y único partido para ella, siempre tocándose los guantes.
Recuerdo aquella ocasión porque, cuando comencé a escribir meses después para intentar darle sentido a lo que me estaba ocurriendo, se me apareció de forma clara en la memoria. En esa época yo conocía a un montón de gente, algunos de vista y otros «de palabra». Eran otros adolescentes del mismo centro, mayores o más pequeños, con los que podía intercambiar un hola y adiós o, si la situación lo requería, algunas palabras más mientras comprábamos bocadillos de tortilla, chicles de menta y regalices con sal en el establecimiento más cercano.
La chica rubia me divertía, o eso pensaba yo. En esa época yo tenía quince años, casi dieciséis, e iba por ahí con un calentón permanente que casi me hacía restregarme con las farolas. Estaba muy necesitada de atenciones y me daba un poco igual quién me las diera: hombre, mujer, perro, mayor, menor. Sin embargo, y pese a que en la realidad no le hacía ascos a casi nada, no sentía esa devoción sin condiciones que había marcado mi relación con Clementina. Decía que me gustaban este o aquel, pero porque me resultaban atractivos o porque teníamos aficiones en común.
Ficción y realidad
Cierto día escribí un relato. Aquellos fueron unos años muy productivos desde el punto de vista literario; terminé dos novelas, a falta de una (hecho que no volvió a repetirse en muchos años), y llenaba cuadernos enteros de poesías muy afectadas con las que ganaba algún premio de vez en cuando. En una de ellas me inspiré en la letra de Empty Heart, de Willy DeVille, para decir poco más o menos que el corazón me pesaba porque estaba hambriento de experiencias.
El relato era muy diferente. Fue la primera vez que di rienda suelta a mi humor disparatado y, basándome en un sueño que había tenido, me inventé un mundo medieval de príncipes, brujas, jefes de armas y una primera ministra malvada que quería ocupar el puesto del rey con una poción mágica que solo podía fabricarse a partir de la sangre de una virgen, cosa que en ese reino era extremadamente difícil de encontrar: solo el príncipe heredero cumplía tal condición. Todos los personajes estaban basados en gente que yo conocía, y la gracia consistía en «casar» a cada persona real con su personaje, teniendo en cuenta que yo había parodiado expresiones características de cada uno, hábitos, su aspecto o sus intereses amorosos. Había una invasión tártara, un dragón y un montón de diálogos.
El relato circuló por mi clase y estuvo a punto de ser interceptado por el rey (es decir, nuestro profesor de Historia). Sin embargo, una vez pasadas las risas, me encontré leyendo con avidez determinadas partes. En la historia había una buhonera rubia (es decir, una prostituta) que ofrecía sus servicios para que el príncipe heredero dejara de ser virgen. El encuentro entre su personaje y la hermana del príncipe era breve, pero intenso. La buhonera, muy apañada, le sugería un 2×1. La hermana del príncipe, consciente de que el tiempo apremiaba, le respondía: «Quizás en otro momento».
La hermana del príncipe era yo.
Era Semana Santa cuando me fui de vacaciones con mi familia y desperté, de pronto, con un sueño muy vívido. Soñaba que la chica rubia me abrazaba y me besaba. No hacíamos nada más, pero el corazón me latía a mil por hora. Por primera vez me lo dije con estas palabras: creo que me gusta una chica.
¿Y ahora qué?
La admisión de aquel sentimiento sacudió el mundo que yo conocía con una fuerza desconocida. En muchos casos, uno no descubre su homosexualidad o bisexualidad de forma genérica (oh, vaya, me gustan las mujeres). Suele ser más bien: «Cielo santo, cómo me gusta esta mujer». Si había tenido dudas antes, con la portera de los guantes roñosos quedó todo de pronto meridianamente claro. La siguiente vez que me la crucé, solo pude ponerme como un tomate y pensar: «Cielo santo, cielo santo, cielo santo» (x5).
Lo siguiente fue hablar con mis amigos del tema. Fue gradual, pero como era evidente que yo no podía estar en presencia de esta muchacha sin ponerme de todos los colores del arcoíris, pronto corrió la voz por mi instituto de que me gustaban las mujeres (y los hombres). Sorprendentemente, de buenas a primeras no pasó nada. Digamos que la gente de mi clase me tenía simpatía y, como yo de por sí era tan rara, no les sorprendía demasiado que además tuviera gustos raros. Solo después ocurrió que una chica que solía saltarme encima y abrazarme me soltó de pronto «porque ya sé yo que a ti te gustan demasiado estas cosas» (?!) y una amiga dejó de hablarme por un asunto relacionado (otro amigo salió del armario y ella se enfadó conmigo por haberlo llevado a la depravación en lugar de a sus brazos). Nunca hubo bullying ni nada relacionado. Mis compañeros no tenían ni idea de lesbianismo, pero les parecía estupendo que yo me quisiera ligar a la rubia. Sé que no habría sido lo mismo en el otro colegio.
La rubia, la portera, vivía su vida y me decía hola y adiós al margen de la importancia que yo le había concedido en la mía. Era una muchacha de la calle, sensible y orgullosa, un poquito marimacho y potencialmente bastante chunga; pero si yo me salvaba de ser empollona porque era «difícil», en nuestro entorno ella era demasiado «blanda» para ser considerada una de las chungas; era, como se diría ahora, un «fake», o eso decían. Descubrí, con el tacto de un elefante en una cacharrería, que teníamos una historia familiar parecida. De hecho, nuestras madres compartían apellido. Todo aquello solo vino a confirmar mi impresión de que estábamos hechas la una para la otra y que aquella muchacha me desvirgaría de alguna forma cuya mecánica todavía desconocía.
Con mucha paciencia y mucha…
Con un tesón que ya me habría gustado tener en otros aspectos de mi vida y mucha falta de vergüenza, trabé conversación con la muchacha rubia. En realidad, no teníamos tanto en común, pero yo tenía algo que ella deseaba: la capacidad de salir del patio para comprar cosas en el recreo. La primera vez que gritó mi nombre, mi corazón dio un salto en el pecho (¿cómo, cómo sabe mi nombre? ¿Quién se lo ha dicho?). Y cuando me puso una moneda en la mano para que le trajese unos Risketos, yo apreté aquella moneda en el puño como si me hubiese regalado un mechón de cabello. Aquella dinámica se repitió una y otra vez. Una y otra vez. No dudo que le cayera bien, pero era evidente que el entusiasmo casi litúrgico de nuestros encuentros era bastante unidireccional y por el otro lado había mucho más de pragmatismo utilitario, cierta fascinación por la rapidez con que se cumplían sus deseos y algo de morro.
De vez en cuando sosteníamos alguna (breve) conversación en la que, de modo extraño, parecía que entre ella y yo no había las barreras habituales entre dos personas que no se conocen demasiado, aunque lo más seguro es que yo forzase aquel estatus de nuestra relación por la pasión que me consumía. Como la había tocado y le había hablado tanto en sueños, no me resultaba raro que hablásemos a poca distancia, que la despidiera para una pelea con un apretón de brazo y un «ten cuidado» o que ella me hiciera una sardineta a traición al salir de clase. Ella quería atención y yo se la daba. Pero por supuesto, a estas alturas la simple atención me parecía poco.
You gotta fight for your right to party
Cuando cumplí dieciséis años, quise montar una fiesta e invitarla. Por otra parte, era un poco raro invitarla a mi casa y, además, yo vivía donde Cristo dio las tres voces y lo más probable era que no quisiera quedarse a dormir; así que se me ocurrió una idea que me pareció obvia. ¿Por qué no monto una fiesta en el gimnasio? Así vendrá mucha gente y es más probable que venga también ella.
Por entonces yo estaba obsesionada con la fugacidad. Sabía que esa etapa en mi vida pasaría, igual que tantas otras, y que todas las personas que había conocido y que habían sido importantes en mi día a día se marcharían sin dejar rastro. Sabía que yo tenía por delante un camino que no tenía nada que ver con el de la mayoría de mis amigos, simplemente porque quería cosas distintas a la mayoría de mis amigos; por tanto era imposible que me quedara en la ciudad, que me casara con alguien del barrio, que trabajara en el Mercadona como las madres de mis amigos. Lo veía y me hacía daño, me obsesionaba como un horror vacui, quizás porque era la primera vez que pasaba más de dos años en el mismo centro escolar e iba a presenciar la marcha de algunos de mis conocidos.
Quise fijar aquel momento en una fiesta benéfica para recaudar fondos para los niños del Sáhara Occidental, pero en el fondo sabía que aquella fiesta era mi cumpleaños y que la razón principal para organizarla de esta manera era ella. Puse todo patas arriba, con ayuda de algunos amigos, para montarla. Conseguimos los permisos apropiados. Y le pedí que viniera.
—Es por mi cumpleaños —le confesé, saltándome a la torera todo lo que hasta entonces había proclamado sobre la fiesta—. ¿Vendrás?
—Bueno, intentaré pasarme.
Aquello no había sonado muy convencido, pero me tendría que bastar. El día D me pasé el rato bebiendo delante de la puerta, convencida de que, si no estaba completamente borracha, sería incapaz de dirigirle la palabra. Aunque claro, es un poco difícil emborracharse a base de Coca-Cola y no es que hubiera una gran variedad de alcoholes en aquel lugar.
Cuando mi portera rubia por fin se dignó a aparecer, venía completamente sola. Dio la casualidad de que yo también lo estaba y charlamos un poco. De pronto se me escapó la lengua y la llamé de la forma en que la llamábamos entre nosotros, con el nombre de un chico que cantaba en un grupo famoso y se le parecía un poco. Ella puso una cara un poco rara.
—Lo siento. Me gusta llamarte así —le dije—. ¿Te importa?
—Mmm… —respondió ella, y se acercó a mí con una sonrisa para hablarme de la forma en que a veces lo hacía—. No. No, si me lo llamas tú.
Lo dijo así y por un instante yo no vi nada, no oí nada. Creo que toqué el cielo con las manos y volví a caer sobre el suelo del gimnasio. Por un instante me dije: esto es de verdad, ella ha venido aquí por mí y está flirteando conmigo. La ficción se unió con la realidad de tal modo que pensé que, realmente, aquello podía suceder. Aquello me duró aproximadamente quince minutos. El tiempo que tardó ella en recorrer el gimnasio, ver que no había cerveza y largarse sin despedirse de mí.
Aquella fiesta, uno de mis amigos se derrumbó. Él, que normalmente no lloraba, comenzó a derramar lágrimas sobre una colchoneta del gimnasio con verdadera desesperación. Un nimio amor no realizado le había provocado semejante arrebato. Yo lo consolé primero, me senté en una esquina después y me eché a llorar también. Qué fácil era pasar del cielo al infierno en aquellos años.
La larga cola
Me gustaría decir que aquella historia tuvo un final feliz, pero no es así. De hecho, aunque se prolongó de forma más o menos intensa pero constante durante un par de años, sigo pensando que su punto álgido fue aquella fiesta en la que, por un instante, algo indefinido cobró forma en la mente de la muchacha rubia. Algo que posteriormente exploró con otras personas, que no conmigo.
La chica y yo nos llamamos por teléfono (en realidad, la llamaba yo). Nos encontramos un par de veces cuando ella iba con su novio. Nos saludamos, nos sonreímos. Yo enredé con otras personas un poquito, quedé una vez con un chico que me dejó tirada en mitad de la cita, tuve relaciones intensas en los albores de Internet que no terminaban de pasar al plano tangible. Seguía pensando en la portera rubia. Hasta que una vez me llamó una amiga para contarme una cosa.
En realidad, no era una amiga. Era la exnovia de un amigo y conocida mía, pero le había pasado algo y necesitaba decírmelo. Mi novia (ellos la llamaban directamente «mi novia») le había tirado los tejos muy, muy, muy descaradamente en una discoteca. Muy descaradamente, muy fuera de sí y muy drogada. Literalmente, «daba pena verla, tía».
Así que, un par de semanas después de esto, me subí al autobús que sabía que ella tomaba, me bajé en su parada y la toqué en el hombro. Ella se dio la vuelta, mostró gran entusiasmo por verme y me dio dos besos.
—¿Podemos hablar? —le dije.
—¿Tú y yo?
—Sí. ¿Tienes un rato?
Teenage Hell, por Garry Knight
Nos sentamos en el respaldo de un banco cercano. No sabía por dónde empezar. Por supuesto, todo habría sido mucho más cómodo si dos de mis amigas no hubieran decidido quedarse a presenciar mi declaración de amor desde el banco de al lado, «porque, tía, yo esto no me lo pierdo». Y aun así, hablé. Vaya que si hablé. Se lo dije todo y la muchacha se fue quedando a cuadros.
—¿Llevas todo este tiempo por mí? —me preguntó.
—Sí.
—Joder —repetía una y otra vez—. Joder, joder, joder.
Me contó su situación. Básicamente, estaba metida en un montón de relaciones, incluida una muy efusiva con la cocaína. Sí, se había acostado con una amiga suya. Sí, era bisexual. O eso creía. Sí, yo era… yo era, joder, joder, una persona muy cabezota y muy particular. A mí no me importaba con quién estuviera o lo que hubiera hecho. Quería que me dijera que podía quererme a mí, que al menos me daba la oportunidad de intentarlo. Hablamos mucho. Luego nos levantamos y me pidió que la acompañara a su casa. Me despedí de mis amigas con una señal de la cabeza.
—¿De verdad no te dabas cuenta de lo mucho que me gustabas? —le pregunté yo.
—A ver, sí, lo pensé, pero… Joder, joder.
Por el camino seguimos contándonos cosas. Me dio la sensación, vaga pero evidente, que sí que había algo en mí que despertaba el interés de aquella chica, pero que lo que ella necesitaba en ese momento no era precisamente otra relación complicada. Necesitaba algo tan sencillo como una amistad sincera, pero era algo que, por mi propio estado de enamoramiento entre la realidad y la ficción, yo no podía proporcionarle. Y lo más probable es que nuestros estilos de vida fueran del todo incompatibles.
Cuando llegamos al portal, seguimos hablando un buen rato. Tanto hablamos que me pregunté si acaso quería que la besara o algo parecido. Algo en su actitud me disuadió. Finalmente quedamos de forma vaga en que volveríamos a vernos y ella entró en el portal.
De la Ceca a la Meca
Volvimos a vernos, sí, pero no de la forma que yo esperaba. Aquella cita nunca se concretó. Cuando yo la llamaba y sugería quedar para algo específico, ella no lo veía claro, sugería otra cosa, me daba largas. A veces me sonaba el móvil desde un número oculto y no solía llegar a tiempo para cogerlo, pero me quedaba llena de dudas. Finalmente la puse contra las cuerdas y le dije que o quedábamos o dejaba de llamarla para siempre. No quedamos, así que cumplí lo prometido.
Hoy día le estoy muy agradecida de que lo dejara estar. Claro que en aquel momento, mi yo adolescente sufrió de lo lindo, pero en realidad, me quedé muy a gusto: yo necesitaba que ella lo supiera y necesitaba intentarlo. En el momento en que la pelota dejó de estar en mi tejado, aunque fuera con una declaración sin anestesia y con tan pocas probabilidades de éxito como la que perpetré, me sentí libre de toda responsabilidad. De hecho, no demasiados meses después me volví a encaprichar de alguien (que, por cierto, no era rubia) y esta vez sentí que, al contrario de lo que me había pasado esos años, volvía a ser de verdad. Yo soy pródiga con mis afectos corporales, pero emocionalmente me considero bastante monógama. Y solo recuperé esa parte de mí con aquella confesión.
Todavía hoy me acuerdo de la portera rubia. Es curioso que piense más en ella que en personas con quienes he tenido una relación mucho más intensa. La violencia con la que sentía todo a los dieciséis años me hizo convertirla en un símbolo de lo que yo pensaba que era el amor, que era una especie de entrega sin medida a alguien que es a la vez totalmente parecido y totalmente distinto a ti; porque el amor de verdad, el que traspasa fronteras, solo puede alcanzar su culmen entre los iguales, pero solo puede forjarse entre los diferentes. Todavía hoy, una parte de mí piensa así.
Por lo poco que sé de su vida, mi muchacha rubia abjuró un poco de su relación efusiva con la Sra. C., se casó y tuvo un niño. (Por cierto, se casó con una mujer.) Ella se quedó en la ciudad y yo me marché a la capital. Y allí comencé a vivir todas esas experiencias de las que tenía hambriento el corazón y que tanto había temido años atrás.
Sí, dejé de ver a esas personas que fueron tan importantes para mí, pero aquellos años nunca me han dejado del todo. Y esas personas saben que hay mucho de ellas en Un pavo rosa, y también saben que, a pesar de toda la malicia, la ironía, la mala leche pura y dura que pueda destilar, está hecho desde el cariño. Como espero que lo sepa la tempestuosa portera de los guantes que inspiró el personaje de Nick.
Dado que a veces me preguntan «cómo surgió» la idea de Un pavo rosa y que yo misma me marqué como objetivo ofrecer más información sobre este universo, me voy a embarcar en una serie de entradas llamadas Un pavo rosa tras los focos. En ellas realizaré cierto striptease emocional para explicar que, en realidad, Un pavo rosa se llevaba gestando mucho antes de que escribiera la primera palabra de la novela, simplemente porque la historia que cuenta arrastra muchas y diversas influencias: personales, musicales y culturales.
La primera vez que escribí el título de la novela en un documento de Word era noviembre de 2007 y estaba metida en ese reto de escribir una novela en un mes. Pero ya llevaba meses dando el coñazo a mis amigos con que quería escribir una novela sobre dos adolescentes muy distintas que se enamoraban. No tenía muy claro si quería escribir un drama o una comedia; finalmente me decanté por lo último, que en el fondo era lo más cercano a los referentes audiovisuales que yo tenía (y de los que hablaré más adelante).
De algún modo, casi todas mis novelas son muy teatrales. Me gusta el teatro. Me gustan los diálogos rápidos que tienen lugar sobre los escenarios, los juegos con la cuarta pared, la libertad de representar cosas que a lo mejor en el cine o la televisión, donde la imagen imita más a la realidad, quedarían extrañas o ridículas. Así que decidí que la metáfora teatral era ideal para escenificar un amor tan pasional como absurdo que se inspira en relaciones clásicas y que, a la vez, está «bajo el escrutinio» del resto de personajes.
Hace mucho, mucho tiempo…
Si tenía que pensar en obras de teatro representadas en el ámbito escolar, había una que copaba la mayoría de mis recuerdos: El diluvio que viene (1974), que representamos cuando yo tenía unos catorce años en un colegio privado.
Este colegio era un poco particular. Nunca me sentí a gusto en su ambiente elitista y mezquino, aunque en mi caso, le saqué bastante provecho desde un punto de vista académico. Tenían la tradición de representar una obra musical cada año, normalmente con un trasfondo religioso/cristiano (aunque también se representó Supertot y alguna que otra cosa). Los alumnos más capaces, elegidos en su mayor parte a dedo, hacían los papeles principales y se convertían en expertos en el arte del playback. El resto se contentaba con salir por ahí de fondo o ayudar a pintar decorados.
El diluvio que viene era una obra un poco… particular. El argumento consiste en que Dios quiere organizar un segundo diluvio universal, porque este mundo está hecho un asco, y por eso elige a un cura de un pueblo para que construya un arca. Hasta ahí, bueno. Pero la historia estaba plagada de guiños sexuales. Incluía una chica del pueblo, Clementina, que estaba perdidamente enamorada del cura y lo único que hacía era ponerlo a cien confesándole sus sueños eróticos. Había un momento en el que las mujeres del pueblo debían, ejem, reunirse con sus maridos para concebir hijos antes de subir al arca, pero los maridos se distraían mucho por la llegada de una prostituta llamada Consuelo. La forma que Dios y el cura ideaban para librarse de ese pequeño inconveniente era agarrar al gayimpotente tonto del pueblo, Totó, y dotarlo de una mágica y desmesurada potencia sexual. Así mantenía entretenida a la prostituta, los hombres podían estar con sus esposas y, por qué no, la muchacha con el cura, porque igualmente hacen falta muchas parejas en el arca.
Sí, todo esto lo hicimos con trece y catorce años. De hecho, no supuso ningún trauma, fue muy divertido. Y hasta donde yo sé, ningún padre se quejó.
Los amores que vienen
Los actores principales nos aprendimos párrafos y párrafos de diálogos y un montón de letras de canciones. Trabajamos muy duro, en parte porque aquel colegio se basaba en la competitividad y uno no podía permitirse no dar lo mejor de uno mismo en una función pública.
¿Sabéis qué papel me tocó? El mejor de todos. Yo era Dios.
Después de vencer algunas reticencias, resultó que una chica iba a hacer el papel de Dios (porque sabía poner una voz autoritaria y cavernosa) y otra, el papel de Totó (porque los chicos de la clase no estaban muy por la labor de encarnar al impotente).
Vamos a hablar de quienes hacían de Clementina y el cura. Él era mi compañero de pupitre y ella, mi… no sé, digamos que mi mejor amiga en el colegio. Ella me gustaba. Muchísimo. Por entonces solo sabía que esta chica era diferente al resto, que un abrazo suyo me hacía sentir cosas totalmente distintas. Quería agradarle y le contaba mil y una historias a caballo entre la realidad y la ficción.
Esta chica era deportista, inteligente, nerviosa y algo neurótica. Y rubia. Le gustaba reírse conmigo y tener intimidad conmigo, pero probablemente pensaba que estaba un poco mal de la cabeza. Creo que no sabía qué hacer con el hecho de que yo no tuviera nada que ver con el resto de niños de ese sitio y estuviera a la cola en el ranking de popularidad, porque ella sí quería ser admirada, aceptada y respetada.
Aquello acabó siendo una relación tempestuosa en la que discutíamos como un matrimonio en el campo de voleibol (¡a gritos!). El cura, quiero decir mi compañero de pupitre, que había estado saliendo con la antigua mejor amiga de mi amiga (porque, por supuesto, solo podías tener una mejor amiga), mostró un súbito interés en ella. Yo pensé que no era correspondido, pero me llevé un gran chasco cuando ella aceptó y comenzó a salir con él. El borró rápidamente las iniciales de la otra en su estuche con Tipp-Ex y escribió encima las de mi amiga.
Por entonces tener novio era algo así como un título que te daba prestigio y te permitía hacer cosas que las otras no hacían, como quedar con otras parejas o besarte. Mi amiga obviaba en buena parte este tema, pero la obra que estábamos preparando quedó configurada de una forma curiosa: Dios (yo) estaba enamorado de Clementina (mi amiga), que le tiraba los tejos al cura en la obra y salía con él en la realidad, lo que resultaba en una serie de extrañas confesiones que el cura (mi compañero de pupitre) le hacía a Dios (yo). Mientras tanto, Totó y Consuelo tenían que mostrarse muy interesados sexualmente el uno por el otro, pero las dos muchachas tenían de todo menos feeling lésbico, así que casi había más química entre Totó y el cura.
Una puesta en escena mítica
Las últimas semanas antes de la puesta en escena fueron salvajes. Ensayábamos en los baños, en los recreos. Mi amiga se derrumbó y lloró, no recuerdo si por eso o por las malas notas (un notable) que decía que había obtenido. Tenía los ojos muy bonitos, unos ojos castaños que cuando lloraba se ponían verdes, y una rabia de origen desconocido que la carcomía por dentro. Yo quería estar con ella, apoyarla, pero ella había dejado de contarme sus cosas y estaba claro que había tomado otro camino.
Cuando yo veía a Clementina cantarle al cura eso de «Por eso tú no te enteras de nada / Si te espero, me ignoras / Si te hablo, te callas y no dices palabra» y mirarse de forma cómplice, se me hacía un nudo en el estómago. Solo me divertían un poco, por una razón todavía desconocida, los sosos twerkings que le hacía Consuelo a Totó. Yo no salía físicamente en la obra, pero hablaba mucho desde mi micrófono y todo lo que decía era crucial (era Dios). Y lo veía todo. Veía una extraña red de afectos, odios y amores que movían los hilos de los personajes como una telaraña.
Representamos la obra dos veces. Nos aplaudieron mucho en ambas. Mi hermana, que era muy pequeña, no entendía bien ciertas cosas y se las tuvieron que explicar, pero se divirtió un montón. Después desfogamos la adrenalina en la fiesta de cumpleaños de mi amiga, donde yo miré hacia otro lado mientras Clementina y el cura, quizá un poco achispados, se enzarzaban en los besos apasionados que hasta entonces no habían compartido, y pensaba: «En su cumpleaños anterior me mordía a mí en el cuello y decía que eran besos de vampiro«.
La despedida
Nunca he vuelto a ver a esta chica. El curso siguiente me cambié de colegio y, poco después, ella me llamó a casa (cosa que no hacía desde hace la tira de tiempo) para preguntar por qué no había ido a clase. Le conté que me habían cambiado y ella me dijo que había cortado con el cura.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—No lo sé. Cuando volví a verlo, me di cuenta de que no lo había echado de menos en todo el verano, así que le dije que lo dejábamos.
—¿Se lo tomó bien?
—Sí, más o menos.
La notaba tan contrariada que sentí la necesidad de explicarme. Le dije que tenía ganas de estar en un sitio donde me sintiera valorada, tranquila, aceptada. Utilicé una frase extraída de La hija del espantapájaros, de María Gripe:
—No quiero sentirme como la frambuesa fuera de la cesta.
—Siempre te vas a sentir así —me amenazó ella—. Vayas donde vayas. Siempre serás diferente a los demás.
Por suerte, mi amada Clementina no llevaba razón. Encontré otro lugar donde, a pesar de que seguía habiendo una frontera invisible entre ellos y yo, las relaciones eran mucho más sanas y abiertas. Descubrí lo que era quedar con amigos para ir al cine, me curé el corazón y me quité de encima la pegajosa telaraña que había visto en el musical… hasta que ocurrió algo.
Pero esa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Me voy a hacer la sueca y a saltarme mi clase de sueco (sí, una vez más) porque hay una cosa de la que quiero hablar aquí, y no es ninguna tontería. Bueno, en realidad mucho de lo que hacemos en Café con Leche le parece a la gente una tontería, pero yo estoy muy contenta y más aún con los planes para este año.
Resulta que Un pavo rosa, “esa novela de adolescentes y musicales que Diana arrastra desde hace tiempo”, ha llegado al final de su viaje y ha encontrado editor. La respuesta de Meracovia Editorial a la lectura del manuscrito ha sido tan entusiasta que, la verdad, no podíamos imaginar una relación más simbiótica entre autor y editor.
YO: ¿Entonces te ha gustado?
EDITORA: ¡Me ha de todo!
YO: ¿Incluso Nick?
EDITORA: Nick sobre todo. Soy #teamnick.
YO: OMG!
Hasta ahora, había tenido varios “suena muy bien, voy a leerla” (y luego nunca más se supo), un “está muy bien escrita, pero no acabo de verla a menos que la adaptes a la actualidad” (uh-oh, si yo no tengo ni idea de lo que se escucha ahora) y hasta un “me gusta, ¡es distinta a todo lo que he leído hasta ahora!”. Pero fue esa última editora la que me recomendó que esperara un poco. Me dijo, como bien sabemos, que la distribución es muy importante y que en ese tema su editorial andaba un poco coja. Así que le hice caso y esperé. Hasta que sonó la flauta con Meracovia, un poco por casualidad.
Meracovia es una editorial muy, muy joven (acaba de nacer) y muy valiente. Su aspiración, además de recuperar varios clásicos maravillosos con una edición muy cuidada, es publicar a autores noveles en castellano. En los tiempos que corren, eso es todo un atrevimiento; si Café con Leche lo hace, es solo porque su escala es muy pequeña. Por el contrario, Meracovia… en fin, digamos solo que a Diana le han hecho los ojos chiribitas al comprobar lo mucho que desde la editorial quieren apostar por el libro, desde la cubierta hasta la preventa.
Porque la clave de la ilusión es esa. Un editor siempre está limitado por la economía de su negocio, sobre todo si es parte de un grupo editorial más grande; pero, por ética personal, debe intentar mantener un equilibrio entre lo que cree que es bueno y lo que cree que se podrá vender. Muchos editores acaban decantándose por el pragmatismo y la burda imitación de la gallina de los huevos de oro; pero como Meracovia es tan joven, tiene todo el idealismo de la juventud y aún poco del escepticismo que da la madurez. Realmente cree (y hasta donde yo sé, no es por falta de criterio) que la obra es buena y vendible hasta el punto de arriesgarse por ella. Y dado que precisamente yo sé lo que supone este riesgo, voy a intentar ayudarles en todo lo que pueda.
He añadido unas cuantas tareas más a mi interminable lista que tienen que ver con Un pavo rosa, su producción y su promoción. A estas alturas, noto ya el desfase, porque quienes son para mí ya viejas conocidas (Álex y Nick) van a ser para otros lectores totalmente nuevas. Tengo que hacer un esfuerzo para volver a conectar con la obra y, a la vez, no aburrir a los pocos conocidos míos que ya se la tienen bastante leída. Sed sinceros, ¿no estáis hartos de oírme hablar del Pavo? ¿NO? ¿EN SERIO? ME ALEGRA ESA RESPUESTA, porque en los próximos meses no voy a tener más remedio que hacerlo.
(Pensad en ello como si fuera conocer mejor a esa chica del instituto que siempre andaba por allí, pero no hablabas mucho con ella. Quizás porque era un poco choni, o porque llevaba gafas, o porque era de Alcalá, qué sé yo. De jóvenes éramos muy estúpidos.)